
Confieso que yo ignoraba qué era un tinto de verano hasta que Elvira Lindo tituló así su columna diaria de agosto de 2000. Desde el minuto cero sus piezas fueron comentadas, elogiadas y denostadas. Ella supo crear una serpiente de verano con mordiente y picardía que sacudía las mañanas de piscina (estamos en el año 2000 y la fiesta no ha terminado) con su incisivo descaro, políticamente incorrecto. El atractivo lenguaje desinhibido de Manolito Gafotas, heredero del estilo umbraliano, Lindo lo ponía a trabajar en una ficción autobiográfica nutrida por ella misma —personaje dicharachero, enamorado de su santo, de las compras y de una chispeante frivolidad— y por su marido (Muñoz Molina, su santo, el escritor que se esfuerza por “agrandar su obra”, intelectual sesudo, más bien huraño y tierno objeto de la ironía femenina). En torno a la pareja que veranea en un pueblo de la sierra y a la supuesta tensión conyugal que la escritora construye con mano experta, los hijos adolescentes, el eterno albañil, el padre y el suegro.
En el libro hay recursos, comentarios, finales de artículo y expresiones tan felices, tan bien resueltas que la risa brota sin querer
Con estos mimbres, Lindo urdió diariamente pequeñas y provocadoras historias cargadas de humor e intención, dichas con la cercanía de quien —es un espejismo, pero funciona— nos está hablando directamente a cada uno de nosotros, sus lectores. En otras palabras, sus tintos, publicados en EL PAÍS a lo largo de cinco años, generaron una enorme complicidad. Hasta el punto de que el tinto aguado con gaseosa y hielo picado vivió una nueva juventud, comercializándose gracias al éxito de sus columnas.
Y es que hay recursos, comentarios, finales de artículo y expresiones tan felices, tan bien resueltas que la risa brota sin querer. Sin embargo, sus tintos causaron también no pocas irritaciones. ¿Por qué? Tal vez porque no podemos pensar que el humor es una especie de impermeable capaz de blindar lo que se dice solo por el hecho de que se dice riendo. Como lectores siempre podemos preguntarnos de qué nos estamos riendo. Elvira Lindo se ríe de sí misma, pero también recurre a unos estereotipos cómodos —la mujer buscando una depiladora en el pueblo de montaña o pirrándose por ir a Madrid de rebajas— para ganarse la complicidad de sus lectores, al estilo del costumbrismo clásico. En él siempre hay cosas risibles —una feminista, un adolescente con granos, una amiga petarda…—. El acierto de Elvira Lindo es que no solo recurre a ellos, sino que explota todos los registros a su alcance, y eso es lo mejor.
Tinto de verano. Elvira Lindo. Fulgencio Pimentel, 2016. 416 páginas. 24 euros
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