Rescoldos del exilio
El Instituto Español de Londres publicó un boletín cultural para cohesionar a los exiliados
El final del exilio español de 1939 ¿demostró que era “un exilio sin fin”, como dijo Adolfo Sánchez Vázquez en un artículo escrito desde México? En parte, fue así. Ni los regresos tempranos, ni los reconocimientos tardíos, ni el orgullo legítimo de tener la razón reemplazaron la injusticia originaria: la desposesión, el olvido, incluso la incomodidad de pertenecer a un grupo heterogéneo marcado por un destino que habían impuesto otros. Fue una “intemperie”, como escribió Jordi Gracia, que a veces resultó estimulante. Gentes como Francisco Ayala, Juan Ramón Jiménez, Luis Buñuel, Robert Gerhard, Josep Lluís Sert o Severo Ochoa hicieron fuera lo que quizá no hubieran hecho dentro. Ramón J. Sender inventó una literatura compleja y fascinante para esconder allí su soledad. Max Aub no hizo lo que quería —y así rezongaba siempre—, pero vio con más lucidez que nadie el significado de un destino y se aplicó a la necesidad de rebatirlo. Juan Gil-Albert prefirió el regreso y el silencio; Benjamín Jarnés ni siquiera tuvo la ocasión de elegir su vuelta; Eugenio Ímaz optó por el suicidio; José Herrera Petere o Pedro Garfias sobrevivieron sin consuelo.
Algunos estudiosos del exilio —como Balibrea y Faber— arguyen, con bastante razón, que su legado fue el pleno desarrollo de la cultura progresista que se había iniciado en la República y que seguiría integrando, al margen de una España absorta, el curso universal de las ideas. Pero la España de acá siguió a trompicones su andadura, y alguna razón tuvo también Julián Marías cuando reclamó los derechos de una “vegetación del páramo”. Un castizo de mala sombra, Francisco Umbral, negó el pan y la sal a las letras del destierro, pero su maestro de desplantes, Camilo José Cela, hizo mucho por ellas. Esa historia de incomprensiones, gestos, admiraciones y recelos entre el exilio y el interior es ya conocida, pero es la última que queda por contar sine ira et studio. Valdrá la pena.
Algunos estudiosos del exilio arguyen que su legado fue el pleno desarrollo de la cultura progresista que se había iniciado en la República
Desde enero de 1993, el GEXEL (Grupo de Estudios del Exilio Literario), vinculado a la Universidad Autónoma de Barcelona y al trabajo incansable de su fundador, Manuel Aznar Soler, ha venido haciendo al propósito casi todo lo demás… En 1995 convocó el I Congreso Internacional sobre el exilio y desde entonces ha auspiciado, entre otros, los 11 de 1999, bajo el lema de “Sesenta años después”, y los 20 de 2009, “Setenta años después”. Todos han publicado sus actas y desde 1999 el acuerdo de cuatro editoriales —la propia del GEXEL, Renacimiento, Do Castro y José Esteban— hizo posible la Biblioteca del Exilio, que ha publicado una cincuentena de libros y tiene en proyecto otros tantos.
El objetivo inicial era publicar un texto de cada escritor exiliado, pero sus tres series han incorporado también estudios literarios, antologías, memorias y epistolarios. Y en dos ocasiones, ediciones facsimilares de boletines que, por su naturaleza, habían tenido menos fortuna editorial que las grandes revistas. En 2008, Manuel Aznar Soler dio a conocer el Boletín de la Asociación de Intelectuales Españoles (México, 1956-1961, 14 números); en el presente año, Francisca Montiel ha estudiado y editado el Boletín del Instituto Español (Londres, 1947-1950, 12 números).
El interés de estas colecciones dimana de su naturaleza informativa sobre la actividad de un grupo, las relaciones con el medio cultural de recepción y, sobre todo, la visión de la patria lejana. El Boletín mexicano recoge puntualmente noticias de la represión franquista, pero también reseña con benevolencia las novedades de los jóvenes escritores peninsulares y, en 1956, recogió las intervenciones del homenaje póstumo que el Ateneo Español dedicó a Pío Baroja. Algo parecido sucede con el Boletín londinense, cuyo impulsor (y redactor más asiduo) fue el escritor Esteban Salazar Chapela, que en 1947 había publicado una amena novela, Perico en Londres, sobre la vida de los emigrados. Francisca Montiel es su mejor estudiosa y su denso estudio preliminar cuenta el origen y la breve historia de aquel Instituto Español en el que la República derrotada invirtió sus fondos en bancos británicos, con ánimo de dar otra imagen de España a los ingleses y cohesionar más a la colonia de compatriotas. Contó con la colaboración de los más importantes hispanistas británicos — John B. Trend, William J. Entwistle, Frank Pierce, Ines Macdonald, Helen Grant— y sus páginas reprodujeron las conferencias que dictaron sobre temas españoles, al lado de las de sus colegas desterrados: Luis Cernuda, el musicólogo Eduardo M. Torner, José García Lora, Diego Marín, el pintor Enrique Garrán e incluso un evadido de las prisiones franquistas, Manuel Lamana, que escribió sobre la “situación de la producción literaria en España”.
Salazar Chapela consiguió dar al Boletín el “tono de misiva, de carta un tanto extensa” que anuncia su presentación: lo encarnan admirablemente los extensos textos iniciales, que nunca firma, donde defendió la colonización española de América (El 12 de octubre) y Las corridas de toros, recordó los centenarios de Cervantes y Mateo Alemán e incluso se extendió acerca de la originalidad de los guisos de El fogón hispano. Aquí y allá, breves reseñas de libros, necrológicas o avisos de actividades delatan un clima y un espíritu: en 1949 se reseñan con entusiasmo los cuentos del exiliado Francisco Ayala (La cabeza del cordero y Los usurpadores), pero también la edición clandestina de Pueblo cautivo, hecha en Madrid sin mención de la identidad del autor (Eugenio G. de Nora), al igual que se elogia España en su historia, de Américo Castro, y Ocaso y restauración, de Alberto Jiménez Fraud, aunque La generación del 98, de Laín Entralgo, ha parecido “bien mediocre”. En 1946 el Gobierno franquista logró crear el Instituto de España, en Eaton Square, muy cerca de la sede del Instituto Español, que estaba en Princes Gate. Solamente cuatro años pudo resistir aquel otro bastión del exilio que cerró sus puertas el 14 de julio de 1950; el último número del Boletín llevaba fecha de octubre de ese año. Esteban Salazar Chapela murió en Londres en 1965; nunca regresó a España.
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Autor:
Editorial: Ulises / Biblioteca del Exilio
Formato: tapa blanda (394 páginas).
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