Errante
La metáfora wagneriana del mar es la encarnación de la fragilidad humana
En exhibición actualmente en el Teatro Real de Madrid, con una versión impecable en todos los sentidos, El holandés errante, la primera ópera genuina de Richard Wagner (1813-1883), estrenada en Dresde a comienzos de 1843, es uno de los hondos gritos artísticos donde se escenifica la segura caída e hipotética redención del hombre contemporáneo. En Mi vida, una autobiografía dictada por Wagner a salto de mata, el genial artista romántico evocaba los avatares de una accidentada travesía en un pequeño velero, el Thetis,desde Prusia a Londres, como primer angustioso atisbo o cebo musical de lo que sería esta ópera, cuando la embarcación en peligro se refugió en un fiordo noruego y el eco de las cadenciosas voces de la marinería al rebotar sobre los ingentes acantilados del estrecho lugar le produjeron una hedonista relajación. Es importante esta anecdótica remembranza porque emplaza la inspiración en una vivencia sublime del indómito mar, cuya imprevisible furia maremótica puede destrozar todavía hoy todas nuestras inexpugnables barreras construidas al efecto.
Ciertamente, las fuerzas ctónicas y acuáticas del planeta que habitamos nos siguen desafiando, entre otras incontables amenazas latentes de nuestro ecosistema, pero el oceánico mar conjurado por Wagner es de una minúscula ridiculez comparado con el que afronta la actual cosmonáutica de errancia infinita entre las estrellas. En este sentido, la metáfora wagneriana del mar es la encarnación de nuestra fragilidad frente al aplastante poder monstruoso de lo que hay desconocido dentro y fuera de nosotros, el cual crece exponencialmente a cada pequeño descubrimiento humano.
En 1819, el pintor francés Théodore Géricault terminó La balsa de la medusa, en la que se apiñaban los supervivientes del naufragio de la fragata colonizadora; en 1823-1824, el pintor alemán Caspar David Friedrich hizo lo propio con el más fantasmalmente desolado El naufragio del Esperanza, atrapado entre los hielos, y, en 1842, el pintor británico William Turner ejecutó el patéticamente casi abstracto Tormenta de nieve en alta mar. Otros tres sendos gritos de los errores de la humana errancia en pos de la muerte.
Lo maravilloso de El holandés errante de Wagner es la hilazón melodiosa ininterrumpida de esta divagación del hombre reinventándose de continuo. (¡Qué acierto —dicho sea de paso—, el de los responsables de esta coproducción, el haberla resuelto en un solo acto!).
Pero es aún más fascinante el planteamiento de su redención: que es el de abandonarse al fluir erótico en el océano de su inmarcesible cosmos hogareño, librándose así del marco o cáscara diminutos de su acotada identidad comercial. Porque, como lo apuntara Miguel Hernández, en unos famosos versos: “Fatiga tanto... vivir en la ciudad de un puerto / si el corazón de barcos no se llena”.
Babelia
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