Europa y la novela
El autor de 'El impostor' defendió en Bruselas el carácter mestizo del Viejo Continente y el del género novelístico al recibir el Premio al Libro Europeo
En primer lugar quiero dar las gracias de todo corazón al jurado que me ha concedido este premio. Y en segundo lugar quiero decir que es un premio muy importante para mí, porque lo concede la Unión Europea.
Durante siglos, Europa ha constituido la gran ilusión de muchos españoles; conscientes de vivir desde principios del siglo XVII en un país cada vez más aislado, cada vez más sumido en la pobreza, la incultura, la falta de libertades, el oscurantismo y la ficción del Imperio, desde mediados del siglo XVIII los mejores de mis antepasados sintieron que Europa era una promesa realista de modernidad, de prosperidad y de libertad. Hoy la inmensa mayoría de nosotros seguimos sintiéndolo, y por eso España no ha dejado de ser uno de los países más europeístas de la Unión. Mucho me temo que ahora mismo no sobran motivos para sentirse orgulloso de ser español, pero ese es uno de ellos. Alguna vez he escrito que la idea de una Europa unida es la única utopía razonable que hemos acuñado los europeos; utopías atroces —paraísos teóricos convertidos en infiernos prácticos— hemos acuñado unas cuantas; pero utopías razonables, que yo sepa, sólo esa: una utopía que, como acaba de recordar Michel Serres, ha permitido que tras la II Guerra Mundial los europeos hayamos vivido “la época de paz y prosperidad más larga desde la guerra de Troya”. Dicho esto, añadiré que la novela moderna es no sólo uno de los frutos más valiosos de esa utopía, sino también el que más se parece a ella, su emblema perfecto; la prueba es que sus dos rasgos quizá más sobresalientes son los dos rasgos definitorios de la Europa unida: su carácter híbrido, mestizo, y su naturaleza antidogmática.
La novela moderna fue el invento de un español, pero fueron los ingleses los que primero aprendieron a fondo las enseñanzas de Cervantes
La novela moderna fue el invento absolutamente genial de un español, Miguel de Cervantes, pero no fueron los españoles sino determinados ingleses, como Laurence Sterne y Henry Fielding, quienes primero aprendieron a fondo las enseñanzas de Cervantes y aseguraron la continuidad de su invención; y no fueron los españoles ni los ingleses sino un francés, Gustave Flaubert, quien asumió la tarea descomunal de elevar a la categoría de un arte noble lo que hasta entonces había sido para casi todos poco más que un entretenimiento; y es un hecho que nadie asimiló mejor a Flaubert que James Joyce, un irlandés que escribía en inglés y vivió casi siempre en el exilio continental, y que un checo que escribía en alemán y se llamaba Franz Kafka, igual que es un hecho que pocos escritores actuales han sido tan fieles al legado de Kafka y de Joyce como Milan Kundera, un checo que empezó escribiendo en checo y ha terminado escribiendo en francés. La novela moderna es un género mestizo no sólo porque Cervantes la engendrara así —como un género donde caben todos los géneros, y que se alimenta de todos—, sino porque su historia es la historia de un fecundo mestizaje de lenguas y culturas. Pero la novela moderna también es un género antidogmático. Lo es porque sus verdades no son claras, unívocas y taxativas, sino ambiguas y equívocas, esencialmente irónicas. Don Quijote, no hay duda, está loco, loco de atar, loco como una cabra, pero al mismo tiempo es el hombre más lúcido y más sensato del mundo; Don Quijote, no hay duda, es un personaje risible, cómico, grotesco, pero al mismo tiempo es un personaje noble y heroico, el “rey de los hidalgos, señor de los tristes” que cantó un gran poeta nicaragüense: Rubén Darío. Esas son las verdades de la novela: verdades contradictorias, plurales, poliédricas y paradójicas, esencialmente irónicas. Y, al crear un género de enorme éxito basado en esa clase de verdades, Cervantes creó una auténtica arma de destrucción masiva contra la visión dogmática, monista, cerrada y totalitaria de la realidad.
Contra esa visión nació la Europa moderna, la Europa de la razón, la libertad, el bienestar y el progreso; contra esa visión —y contra los totalitarismos y los nacionalismos puristas o antimestizos que anegaron de sangre el siglo XX— nació la Europa unida. Esa visión, más vale que no nos engañemos, es la que amenaza con volver ahora, o la que está volviendo, como si quisiéramos darle la razón a Bernard Shaw, quien escribió: “Lo único que se aprende de la experiencia es que no se aprende nada de la experiencia”. Porque, contra lo que solemos pensar, la historia se repite siempre, sólo que se repite de formas tan distintas que a veces es difícil reconocerla. Ahora ni siquiera es difícil: ahora, sobre todo después de que los británicos hayan cometido el disparate de aislarse de Europa, como si fueran españoles del siglo XVII, y después de que los norteamericanos le hayan entregado el poder a un demagogo siniestro, casi se ha convertido en un cliché comparar nuestra época con la de los años treinta, hasta el punto de que algunos historiadores se han sentido obligados a recordar las diferencias entre ambas. Me parece bien. Pero me parece mal —mejor dicho: me parece temerario— olvidar las similitudes entre aquella época terrible y la nuestra: una tremenda crisis económica, el profundo desprestigio de las élites y las instituciones democráticas y la generalizada rebelión antisistema, el retorno de los nacionalismos y los totalitarismos bajo la forma más o menos suavizada de los populismos de derecha e izquierda, el cambio de una política racional y prosaica por una política épica y sentimental, el uso político de la mentira en dosis masivas. Cabría incluso ir más allá. Cabría temer que, tras 60 años de paz y prosperidad, se esté incubando en Occidente —no sólo en Europa— una especie de gran ennui semejante al que, según recuerda George Steiner, se incubó tras los 100 años de paz y prosperidad relativas que se dieron a partir del fin de las guerras napoleónicas, un estado de ánimo que produjo un anhelo de intensidad colectiva y un secreto deseo de destrucción y muerte, tan visible en el arte de la época (“¡Plutôt la barbarie que l’ennui!”, exclamó Théophile Gautier), que acabó siendo el carburante ideal para las dos guerras mundiales que destruyeron Europa cuando tanta gente pensaba que otra guerra en Europa ya era casi imposible… Pero quizá exagero; quizá me estoy dejando llevar por el pesimismo: al fin y al cabo todavía estamos a tiempo de desmentir a Bernard Shaw y de hacer caso a Cervantes, quien escribió que la historia debe ser “ejemplo y aviso de lo presente” y “advertencia de lo porvenir”. En todo caso, hay una cosa que me parece segura, y es que, en estos tiempos sombríos, la Unión Europea no sólo sigue siendo el proyecto político más ambicioso del siglo XXI, nuestra única utopía razonable, sino, lisa y llanamente, la gran esperanza de la democracia en el mundo. Es verdad que, tal y como funciona en la actualidad, la Unión Europea no puede satisfacer a nadie, que sus defectos e insuficiencias son enormes y sus problemas descomunales, pero eso sólo significa que nos queda mucho trabajo por delante. Nosotros, los novelistas europeos, debemos hacer el nuestro, que consiste en seguir el ejemplo de Cervantes; pero ustedes, los políticos europeos, también deben hacer el suyo, que bien pensado consiste básicamente en lo mismo: en construir una Europa más cervantina, es decir, más antidogmática y más mestiza; es decir, más libre, más próspera, más fuerte y más unida. Por la cuenta que nos trae a todos, les deseo suerte. Muchas gracias.
Discurso pronunciado en el Parlamento Europeo el 7 de diciembre con motivo de la entrega del Premio al Libro Europeo a Javier Cercas por ‘El impostor’.
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