El mejor de los públicos
La figura del director despótico gozó durante mucho tiempo de un incomprensible prestigio: parecía que cuanto más divo, arcano e irascible, más bueno era. Así acabaron imponiéndose las indicaciones abstrusas, y las ideas dementes de que los ensayos debían ser mitad psicodrama mitad campo de batalla, o que la verdad escénica solo se alcanzaba a través del conflicto, las lágrimas y el retortijón emocional.
Cada día hay más actores convencidos de que la letra con sangre no entra
Todavía queda algún adepto a esas doctrinas, aunque cada vez menos, porque cada día hay más actores convencidos de que la jerigonza ya no funciona y la letra con sangre no entra. Pero muchos padecieron sus métodos durante décadas. Conozco a actrices que recibieron bofetadas en sus comienzos “porque parecía la cosa más normal del mundo”, y actores que lidiaron con gritos, insultos y desprecios: unas y otros aguantaron para no ser tildados de “conflictivos” y quedarse sin trabajo.
Recuerdo la fiesta que siguió a un estreno tempestuoso. Todo el equipo se abrazaba y reía en un extremo del bar: celebraban haber llegado vivos hasta el final y anudaban los vínculos que habían creado durante los ensayos. El viejo déspota estaba solo, emborrachándose en una mesa del fondo. No le miraban con odio. Era mucho peor: le miraban como se mira a quien te ha defraudado.
Por supuesto, siempre ha habido tiranos y también gente decente, como Tyrone Guthrie, que en los sesenta acuñó esta sensatísima máxima: “Dirigir es lograr que todo el mundo quiera volver a la mañana siguiente”. Y es difícil no suscribir las hermosas palabras de Anne Bogart: “El director ha de intentar ser el mejor de los públicos: la calidad de la atención que ofrece en el ensayo es la clave para un proceso fructífero. Si rebajo esa calidad, por exceso de ego o falta de paciencia, el hilo que me une a los actores se degrada”.
Lady Espert me dijo un día: “Los actores británicos tienen una expresión muy justa al hablar de las indicaciones de un buen director: to keep it. Con esto quieren decir que van a ‘guardar’ lo que han aprendido de él. Cuando yo empecé, lo que aprendías de José Luis Alonso lo aprendías para siempre. Ese tipo de director-maestro, de director-pedagogo, era muy raro entonces en nuestro teatro”.
Hoy día, felizmente, abundan las sonrisas en los ensayos, y la certeza de que un montaje, con sus lógicas tensiones y altibajos, es un triunfo del equipo. “En mis ensayos no grita ni Dios”, decía Miguel del Arco en una entrevista con José Miguel Vila. Sintetizo sus palabras: “La imposición siempre es un mal camino. Una directora neoyorquina con la que coincidí me dijo que los ensayos han de ser un espacio de seguridad para que las representaciones sean peligrosas. Si el director no es capaz de activar ese espacio (y, desde luego, nunca a puntapiés), algo no va a ir bien. En el ensayo, el actor ha de jugar en libertad, probando todo lo que se le pase por la cabeza. Y hay otra clave: para que las cosas salgan bien, has de rodearte de gente muchísimo mejor que tú”.
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