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La felicidad de un crítico

Las letras latinoamericanas han conquistado su espacio gracias a autores que se comunican con una inusitada facilidad y pasión

Mural colgado a las puertas del palacio de Bellas Artes de México, con el rostro del escritor mexicano Carlos Fuentes.
Mural colgado a las puertas del palacio de Bellas Artes de México, con el rostro del escritor mexicano Carlos Fuentes.Getty

A la hora de cualquier repaso conviene insistir en que una cosa es la literatura y otra el negocio editorial, aunque el puente que las comunique sea esa vida literaria en la cual casi todos comulgamos de buen ánimo o con mala cara, entre ferias, premios y festivales.

No hablaré entonces sólo de lo actual que es a menudo lo más viejo. Prefiero mencionar a esos otros contemporáneos nuestros sacados del olvido pero preservados por la muerte como Juan Emar (1893-1964) en Chile o Francisco Tario (1911-1977) en México. Dejó de ser un secreto, estos años, el aforista colombiano Nicolás Gómez Dávila (1913-1994). Quizá sea jactancia pedir más.

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Nada tengo en contra del origen bastardo de la novela, criada en las imprentas decimonónicas por folletinistas ganosos de enriquecerse y meta final de algunos pocos en nuestros días. Bien está. Se sospecha hoy día del éxito póstumo de Roberto Bolaño (1953-2003), quien se llevó el cambio de siglo como el gran novelista de la lengua y en su día el boom fue puesto en solfa por “mercantilismo”.

En el centenario de la muerte de Rubén Darío, todavía hay quienes recelan: creen que seguimos abriendo el canon a golpe de dólar y acompañados por el realismo mágico y su carnaval. Un repaso a nuestras letras, en ese dominio, debe empezar por la poesía, el arte mayor y el más indiferente al mercadeo. He escuchado a muchos novelistas y a no pocos críticos o editores temer que el libro electrónico o las pantallas manuales destruyan el arte de la lectura. Pero a ningún poeta le he oído aún esa queja. Pareciera que no les pasa esa catástrofe por la mente. Por algo será. Es el más portátil de los géneros y suele ser indeleble.

A los latinoamericanos nos ha tocado leer obras tardías como la de Octavio Paz (1914-1998), quien en este periodo alcanzó a publicar Árbol adentro (1987) y los prólogos a todos los tomos de sus Obras completas. Él advirtió a los profesores anglosajones que peor para ellos si ignoraban a Darío (y a Antonio Machado) como modernos equivalentes a T. S. Eliot y a Ezra Pound. Ya muy viejos escribieron Gonzalo Rojas (1916-2009) y Tomás Segovia (1927-2011) algunos de los poemas eróticos más encantadores de la lengua. Nicanor Parra, a su vez, los ha sobrevivido alcanzando la edad de los patriarcas. Tras su último momento sublime, la saga del Cristo de Elqui, Parra insiste con una Antiprosa (2015). ¿Los agitadores culturales de la pospoesía asumirán que él es más joven que todos ellos juntos?

Por su mestizaje y por su hibridismo, las letras del continente van dejando de ser un listado de literaturas nacionales para ser una sola moderna

Las horas postreras de las vanguardias, tan fértiles, han sido latinoamericanas. Nos tocó ver morir a los poetas argentinos de dudosa ortodoxia surrealista (Enrique Molina, Olga Orozco, Alberto Girri) y a un inclasificable contemporáneo suyo como Roberto Juarroz (1925-1995), pero su sucesión parece estar asegurada con María Negroni y Fabián Casas.

En Chile, además del dominio aéreo de Raúl Zurita, las ediciones de la Universidad Diego Portales —la gran editorial literaria del continente— han enriquecido el índice (como le decían al canon en los tiempos del joven Borges) volviendo aún más hondos y preciados los secretos de esa mina. Resurge Enrique Lihn (además de poeta, un soberbio crítico de arte fallecido en 1988) y descubrimos poetas desconocidos hasta para ellos.

La publicación de la poesía completa (Erdera, 2005) de Gerardo Deniz (1934-2014) fue un acontecimiento: cada generación lo redescubre. No olvido al decano y tabernario Eduardo Lizalde ni a David Huerta, autor de Incurable (1987) y solícito ante los jóvenes poetas, ni a José Luis Rivas, nuestro Saint-John Perse. Julián Herbert, poeta natural al gusto visual y sonoro del nuevo siglo (Álbum Iscariote, 2012), se interna en la narrativa. Pocos han salido ilesos de ese tránsito. Otros poetas exjóvenes a leer: Julio Trujillo y Luis Felipe Fabre. Antes de ellos: Jorge Esquinca (enamorado de Emily Dickinson según las últimas noticias) y Tedi López Mills y Elsa Cross. No olvido a Cuba: tiene en José Kozer a un dilatado poeta, hermético y prolífico, acompañado de una trashumante corte neobarroca.

Primera edición de 'Pedro Páramo'.
Primera edición de 'Pedro Páramo'.

Estos 30 años van de una memoria a otra, de El río. Novelas de caballería (1986), de Luis Cardoza y Aragón (1901-1992), a Borges (2006), de Adolfo Bioy Casares (1914-1999). El primero cuenta cómo el poeta guatemalteco se trajo a América la vanguardia entera; el segundo es un retrato a la altura de los pintados por Boswell y Eckermann.

Murió Juan Rulfo (1917-1986) y su centenario está en el calendario inmediato. Murieron los del boom, y en cuanto al grupo Sur, se asoma para ser mejor leída Silvina Ocampo (1913-1993). Espera su turno el suicida Héctor A. Murena (1923-1975), crítico. Sobreviven Jorge Edwards y Mario Vargas Llosa. El autor de Persona non grata acaba de publicar, lozano, una nueva novela (La última hermana), y nuestro último premio Nobel despidió el siglo XX cerrando la novela del dictador con La Fiesta del Chivo (2000). Pero los escritores jóvenes y sus clientelas prefieren maestros del orden ascético como el mexicanovenezolano Alejandro Rossi (1932-2009), el argentino Juan José Saer (1937-2005) y el uruguayo Mario Levrero (1940-2004).

En México, tanto Sergio Pitol (El mago de Viena, 2005) como Fernando del Paso (Noticias del imperio, 1987) han escrito sus obras mayores; se lee a Salvador Elizondo (1932-2006) como nunca antes (preciosas las ediciones conmemorativas de Farabeuf y de sus Diarios) y algunos, como el cuentista y novelista Héctor Manjarrez, no viajan. Él, como otros setentones (el chileno Germán Marín, otro mexicano, Hugo Hiriart, y el venezolano José Balza), merece hacer ese periplo.

La chilena Alejandra Costamagna ha sido excepcionalmente fiel al cuento como lo fue el llorado Ignacio Padilla (1968-2016). Mario Bellatin es conocido en la Colonia Roma del antiguo DF como en París, habiendo perdido un medio hermano en el santiaguino Pedro Lemebel (1952-2015) mientras Juan Villoro estrena en Buenos Aires, al dar comienzo a una vida de dramaturgo llamada a sellar la discordia entre la narrativa y la escena.

Beatriz Sarlo sigue dando mil y una peleas en Argentina, como las busca en México Gabriel Zaid, ambos custodiando la frontera —en el ensayo y en el artículo— entre la cultura y la política. Roberto Merino trabaja en una cartografía sin fin de Santiago de Chile mientras María Moreno y Leila Guerreiro, tan distintas, con la crónica le insuflan vida verdadera a la necrofilia argentina. México ha sabido ser, de otra forma, horroroso. De la narrativa del narcotráfico quedará poco, aunque lo suficiente: las novelas de Yuri Herrera y las crónicas de Sergio González Rodríguez. Acaso sea innecesaria una mexicanización de La virgen de los sicarios (1994): a estas alturas, Fernando Vallejo, como lo fue Álvaro Mutis (1923-2013), es mexicano y colombiano.

Frase horadada en el desierto de Atacama con un verso de Zurita.
Frase horadada en el desierto de Atacama con un verso de Zurita.

Extravagancias propias de la cornucopia mexicana, tras la mitad del siglo XX, son el apetito enciclopédico de Carmen Boullosa, y algo más jóvenes, entre los narradores, están el polígrafo Fabio Morábito, una escritora de talente cómico (Ana García Bergua) y otras tres perturbadoras profesionales (a veces me gustan, otras no) como Cristina Rivera Garza, Ana Clavel o Guadalupe Nettel: “necroescritura”, transgresión e intimismo.

En Argentina, más allá de los reinos combatientes de Ricardo Piglia y César Aira, aparecen raros como Luis Chittarroni y aún más raros como Roque Larraquy, sin mencionar a los de reputación ya bien establecida como Alan Pauls y Martín Kohan. Consigno a la inquietante Mariana Eva Pérez por su Diario de una princesa montonera: 110% verdad (2012).

En Perú se apuesta por Jorge Eduardo Benavides y por Jeremías Gamboa; las responsabilidades del realismo colombiano las comparten Héctor Abad Faciolince y Juan Gabriel Vásquez; en Ecuador al fin se le abre el mundo al quiteño Javier Vásconez con su Doctor Kronz como adelantado, sin olvidar al novelista Leonardo Valencia, de Guayaquil, un elegante de antaño. La sufrida Venezuela levanta la cabeza con Alberto Barrera Tyszka y Rodrigo Blanco Calderón mientras que Cuba tiene, desa­parecidos Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), Severo Sarduy (1937-1993) y Reinaldo Arenas (1943-1990), para el gran público, al trotskista Leonardo Padura y a Wendy Guerra, autora de Todos se van (2006), un clásico antitotalitario aunque los más locos preferirán a Carlos A. Aguilera con El imperio Oblómov (2014), en la heredad de José Manuel Prieto.

Sin menospreciar los méritos pacientemente cosechados por Arturo Fontaine y Carlos Franz, el más singular entre los narradores chilenos es Álvaro Bisama, quien invocó a El brujo (2016). A los nacidos después de 1980, la gente del milenio, prefiero por ahora no mencionarlos. Requieren otra lectura y muy probablemente de sus propios críticos literarios.

Llego, como en 2666 (2004), de Bolaño, a “la parte de los críticos”. Si el ensayo es el género hispanoamericano por excelencia, como insistía José Gaos, para el cual ese gentilicio incluía a ciudadanos de ambas orillas del Atlántico, los latino­americanos, al menos, hacemos la tarea. Académicos o periodísticos, en las universidades o en las editoriales, hay críticos rebeldes contra la academia y su resentimiento. Asumen que la crítica, por etimología, está en crisis permanente: ayer maldecida por el demonio de la teoría, hoy reducida a su mínima expresión, arrojada al infierno de los blogs: tras los decanos José Miguel Oviedo y Juan Gustavo Cobo Borda, escriben sin darse tregua Fabienne Bradu y Eduardo Milán, mexicanos por elección, Rafael Rojas (Cuba), Carlos Granés (Colombia), Gustavo Guerrero (Venezuela), Mario Montalbetti (Perú), Wilfrido H. Corral (Ecuador), Matías Serra Bradford (Argentina), Gabriel Bernal Granados (México), João Cezar de Castro Rocha (a alguien deberá tocarle resolver al fin el misterio del Brasil) o los chilenos Rafael Gumucio y Alejandro Zambra: a estos dos últimos les acomoda mejor la crónica o la crítica que la ficción.

Por su mestizaje (mito o verdad) y por su hibridismo (para decirloà la page), la literatura latinoamericana (insisto) va dejando de ser un listado de literaturas nacionales, esa rémora del siglo XIX, para convertirse en una sola, una de las grandes literaturas modernas. Su extensión garantiza su diversidad, pero no hay en el mundo un territorio tan vasto donde los escritores se comuniquen con semejante facilidad y pasión. Hace mucho, un siglo largo ya, hicimos de la necesidad virtud: siendo norte y sur, Oriente y Occidente, estábamos obligados al cosmopolitismo —la tradición de la herejía— como lo sostuvo Jorge Cuesta (1903-1942), otro suicida. Se atribuye a Edmund Wilson haber distinguido a la crítica literaria como la más bella de las bellas artes. Agrego, sin pudor, que nadie puede ser más feliz que un crítico latinoamericano.

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