Paul Simon seduce a Madrid con madura timidez
El cantautor neoyorquino triunfa en su regreso a la capital, 25 años después
Un cuarto de siglo llevábamos esperando en la capital a Paul Simon. 25 añitos exactos, sin anestesia ni otros paliativos. Y anoche, cuando por fin se materializó el reencuentro, sucedió lo que nadie imaginaba. El neoyorquino, uno de los más grandes creadores de canciones de la historia, se nos puso tímido. Recatado. Pudoroso. El volumen al que ofreció en un principio su concierto habría servido para una sala mediana, pero no para el Barclaycard Center. Guardábamos silencio reverencial, expectante, y en esas Simon optó por el pianissimo. Como si la excelencia, el deleite ante un catálogo casi insuperable, fuera incompatible con los decibelios.
El recogimiento es una opción legítima. Y no, ni siquiera nos enfurruñaremos por la ausencia de pantallas gigantes. A nadie le habría importado contemplar de cerca verrugas tan venerables como las de este hombre, más cuando los zarpazos de la edad constituyen una herida que nos atañe a todos. Simon es un veterano divino, uno de esos escasos seres humanos que sobrevivirá a la ignominia del olvido. Pero su concierto de anoche requirió de un tiempo de adaptación, una primera media hora yerma para que nuestros oídos se amoldaran a una sutileza seguramente innecesaria.
La reconciliación fue progresiva y acabó tornándose en abrazo incontenible. Sucedió a partir de America, primera de las escasas incursiones en los años de Simon & Garfunkel y una página tan sublime que no consiente la indiferencia. La recreó en un formato semidesnudo para luego enriquecerla con un clarinete de colores insospechados. Y se abrieron los cielos. Y todo se tornó dichoso.
A sus 75 años, Paul Frederic Simon había insinuado que abandonaría los escenarios justo antes de echarse otra vez a la carretera. Estaría en su derecho de soltar la estilográfica, pero es probable que el reciente Stranger to Stranger sea su disco más extraordinario de las tres últimas décadas. No tenemos derecho a exigirle nada. Y, por eso, su visita fue una bendición, un salvoconducto (ligeramente retardado) a la felicidad. En el otoño de sus días, con medio siglo largo en la hoja de servicios, cantó para derretirse, sonrió como si nos conociéramos de siempre, nos reconcilió con esa Unión de Estados que ha avivado nuestros peores desasosiegos.
Una banda colosal
Hubo incitaciones del jefe a que meneáramos las caderas (¿quién se resiste a You Can Call Me Al?), invocaciones a los brujos y sus viajes alucinógenos, un Homeward Bound más vaquero que nunca, zapateados de dos bailarines durante el soberbio tema central del último álbum. Dispusimos de una banda colosal, nueve músicos con sapiencia para engrandecer un repertorio glorioso. Y hasta nos reconciliamos con El Cóndor pasa, que en su día sonaba a exotismo acomodaticio y ahora se formula bien entrelazada con Duncan.
Lo mejor de todo, 51 años después, es que Simon sigue siendo un curioso incorregible. The Werewolf parte hoy de un instrumento indio de una sola cuerda, del mismo modo que The Obvious Child indagaba un cuarto de siglo atrás en el Brasil más tribal. Al final hubo escala en los clasicazos (The Boxer, Late in the Evening), pero entretanto derivamos de la canción de autor a la world music y la polirritmia de vanguardia (The Cool, Cool River). Para el menudo hombre de gris no existen límites ni fronteras. Solo cabe agradecerle que a estas alturas siga sacando ases de la manga.
Babelia
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