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El hombre que fue jueves
Columna
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Milo Rau vuelve a África

Marcos Ordóñez

El director suizo Milo Rau es un gran narrador. Me fascinó The Civil Wars, en el Grec, hará dos veranos, y he corrido al Teatre de Salt a ver Compasión (Mitleid), una producción de la Schaubühne de Berlín. Salí trastocado. Un texto extraordinario, con el pulso de las mejores crónicas: late en los ritmos, en la selección de los materiales, en los detalles significativos. Rau ha contado con dos actrices formidables, dos reinas. Una joven intérprete negra, Consolate Sipérius, superviviente de la guerra entre hutus y tutsis. Grandes ojos, gran sonrisa, terrible historia: vio cómo asesinaban a sus padres, en Burundi. Fue adoptada por un matrimonio belga y se convirtió en actriz. Su primer trabajo fue Antígona. Sonríe y dice: “Buena elección. A mis muertos se los comieron los animales”.

A Ursina Lardi, dura y luminosa como un diamante, ya la conocía: el año anterior protagonizó El matrimonio de María Braun a las órdenes de Ostermeier, también en Temporada Alta. Lardi cuenta su experiencia a los veinte años como cooperante en el Congo. Un lento viaje hacia el corazón de las tinieblas.

La actriz Consolate Sipérius es una superviviente de la guerra entre hutus y tutsis

Dos monólogos. ¿Les sucedió todo lo que cuentan? Milo Rau suele trabajar con historias reales y personas que las vivieron, aunque leo que el texto, escrito con Florian Borchmeyer, está basado en diversos testimonios. Diría que la historia de Sipérius es “suya” y la de Lardi está “compuesta”, pero me da lo mismo: ambas me parecen veraces. Voces de mujeres: escuchándolas pensé en Duras, en la baronesa Blixen. Fuerza, claridad, dolor sin lágrimas. Sus voces me traen sonidos, ecos africanos. Me hacen escuchar, y esa alternancia de estruendos y silencios también narra la historia. A Bresson le hubiera gustado.

Ursula Lardi cuenta cómo ponía Beethoven el máximo volumen para no escuchar los gritos. No podía hacer otra cosa. “El viento siempre venía de Ruanda, en dirección al lago Kivu. Yo sabía qué eran aquellos gritos. Gritos de muertos. O de mujeres violadas y luego asesinadas”. Recuerda otro sonido. La matanza en una escuela, a lo lejos. El desajuste entre los gritos y el silencio. “Aquellos cuerpos tan pequeños cayendo al suelo. Con la distancia, caían antes de que se oyera el ruido de las ametralladoras, como si la escena estuviera mal sincronizada”. Si Consolate se sintió Antígona, incapaz de enterrar a los suyos, Ursula se siente como Edipo: culpable de todo, causante de la plaga en la ciudad. Esa culpa está en todas sus pesadillas. Consolate recuerda otro sonido, ya en Bélgica. Su novio la lleva a ver unos fuegos artificiales, una noche de verano. Ella tiene un ataque de ansiedad. Está en Bélgica pero sigue en África: el sonido de los fuegos siempre le devolverán los estallidos de la matanza.

Pero ahora resuena otra cosa, como un piar de pájaros. Lardi: “En cualquier película triste sobre el Congo siempre hay un problema de sonido, un sonido más típico que la lluvia. Están hablando del genocidio y de fondo se oye a los niños riendo, siempre. La risa de los niños en todas partes. En los barrios de trabajadores, en los campos de refugiados. En todas partes menos en los barrios de blancos”.

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