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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
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Gaviotas

Ostermeier ha construido un paisaje imaginario con la ayuda del arte más puro

Marcos Ordóñez

Hay incontables puestas de La gaviota de Chéjov. Mis favoritas recientes son la de Korsunovas, las dos de Veronese y la de Selvas, unidas por un eléctrico ardor, como canta el tango. ¿Qué huellas me dejará la de Thomas Ostermeier (La Mouette, en versión francesa del Théâtre de Vidy), que vi la semana pasada en Temporada Alta? De entrada, me sorprendió su depuración: la caja blanca, el tablado, la utilería imprescindible. Y, quizás, el eco de Vania en la calle 42, de Malle y Gregory. Por boca de Treplev, Ostermeier se burla de su propios tics (los micros, las improvisaciones, los injertos de otros textos) aunque no prescinde de algunos: para mi gusto es muy cansina la escena inicial, en la que Medvedenko (Cédric Eeckhout) se lanza a hablar de la tragedia de Siria, pero queda fatal si criticas eso.

Aunque faltan personajes, hay un gran respecto por la letra. Fue para mí un placer y una sorpresa volver a ver a Valérie Dréville llena de brío, al fin liberada del yugo de Vassiliev, en el papel de Arkadina. El reparto era de primer orden, pero yo me quedo con los goleadores de nuestra liga: Rellán, Malena Alterio, Alfonso Lara, María Rodríguez, Manel Sans, y cito solo unos pocos para no citarlos a todos. ¡Y aquella otra Arkadina de María Onetto, que presentía en ojos y boca y temblor la muerte de Treplev!

Lo singular fue que la emoción de la Gaviota de Ostermeier me llegó por vías inesperadas. Vi con más claridad la esencia de Nina cuando Mélodie Richard cantaba Rock‘n’Roll Suicide con la tonalidad trémula de Charlotte Gainsbourg que en su monólogo final. Y me cautivó que Ostermeier dibujara una tormenta de nieve (una tormenta interior) sin más medios que unos copos de porexpán y un ventilador. Y lo más grande: Marine Dillard, pintando sobre el muro con una larga brocha hundida en cubetas de blanco, gris y negro. Al principio piensas en nubes de tormenta, regueros de lluvia oscura. Luego te olvidas del lienzo, te concentras en la escena, la sangre del carnero derramándose sobre Treplev (Matthieu Sampeur), y cuando vuelves a mirar hacia lo alto, ¡oh maravilla!, ves una súbita aguada japonesa, el paisaje que rodea la casa, el lago, los árboles, las montañas al fondo. ¿Cómo narices ha podido hacer eso?

Más tarde, cercano ya el final, la magia vuelve a producirse. De nuevo parece fácil, negros brochazos verticales de aprendiz de Rothko, piensa el listillo, pero de nuevo brota la mutación: las altas casas de un tenebroso suburbio moscovita, carbonizadas por el incendio de la desolada tarde de invierno, y por esas calles sin farolas ves perderse para siempre a Nina con el peso del cuerpo de Treplev entre los brazos, y agradeces enormemente que Ostermeier haya dado ese gran paso hacia adelante, que haya renunciado a la servidumbre de las filmaciones, que haya construido ese paisaje imaginario con la ayuda del arte más puro y más antiguo, y nos lo haya clavado como cristales rotos en la memoria.

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