El pan duro y el reloj blando
La corriente que define este cuarto de siglo en España no es el constructivismo ni el pop ni el dadá sino el surrealismo daliniano
Durante los últimos 25 años, en España, las preguntas sobre arte han sido insistentemente dos: "¿Vas a Arco?" y "¿Se sabe ya quién es el comisario del pabellón de la Bienal de Venecia?". Significaba que artistas, galeristas, directores de museos y coleccionistas, impelidos por la ansiedad y la curiosidad, reproducían los vicios coloniales del exhibicionismo y el lucro, cuando en realidad había otros asuntos y cuestiones prioritarias que habrían evitado la pregunta que hoy todos nos hacemos en política, pero que a partir de ahora aplicaremos más específicamente al arte y "sus lugares": "¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí?".
No es por aguarles la fiesta a los abundantes museos y centros de arte que durante este tiempo han ido creciendo y cumpliendo años de la forma más literal posible, esto es, pasando de los fervientes ideales de juventud a la adustez, sino por nuestra mentecata devoción al autobombo y a la falsa concordia. Si hay una corriente artística que define a la perfección este cuarto de siglo en España no es el constructivismo, ni el pop, ni mucho menos el dadá, sino el surrealismo daliniano ("¡Olé!"): un paisaje yermo con cajones vacíos, mantis religiosas, barras de pan duras y relojes blandos. Un tiempo detenido.
Hace unos días, 200 artistas españoles y latinoamericanos se reunieron en Cuenca para debatir sobre cómo les afecta a su trabajo el nuevo territorio global, la desigualdad en el reparto de la riqueza y las nuevas tecnologías. Denunciaban que una muestra en la catedral titulada Ai Weiwei: La poética de la libertad, en el marco del IV centenario de la muerte de Cervantes, se había financiado con dinero público (un millón y medio de euros) gestionado por el grupo EULEN (empresa de seguridad y gestión de limpieza) y que una de las piezas principales del activista chino estaba colocada en los muros del templo conquense al lado de un monumento dedicado a un líder falangista. La Iglesia católica es la beneficiaria de los ingresos de las entradas a su exposición (de 6 a 25 euros), aunque, eso sí, ha prometido que dará un 10% de las ganancias para ayuda a los refugiados. Cosas veredes, amigo Sancho.
El problema no es que esto ocurra en un país culturalmente rígido y cuyos descoloridos ministros, salvo rara excepción, han usado el arte como resplandeciente antorcha en una cueva de ladronzuelos. Es que el de Cuenca es el último de una serie de abusos que han durado demasiado tiempo, lustros, como el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM), el Centro de Arte Contemporáneo (CAC) de Málaga (parecido al caso manchego, pero “curado” en el tiempo), el despilfarro en Santiago por On the Road (sobre los 800 años de peregrinación de san Francisco de Asís) o aquel famoso Big Sur en Berlín. Las pifias del Canódromo y Fabra i Coats, las corruptelas en la Virreina, las franquicias del Pompidou y el Ermitage, aquí y allá. La lista es larga y abundante. Pero aquí seguimos, pidiendo el IVA cultural sin dejar el confeti ni el matasuegras.
Y mientras algunos andan de fiesta y sacan tajada de esta pequeña tierra plana, otros creen que la Tierra es redonda, directores de museo y comisarios, artistas algunos, cuya honestidad es instintiva: artífices de logros políticos (el Guggenheim de Bilbao), buenas colecciones (Tàpies, Miró, Reina Sofía, Macba, IVAM), directores de museo (Manuel Borja-Villel, Vicente Todolí, Marta Gili, Agustín Pérez Rubio, Bartomeu Marí), comisarios (Paul B. Preciado en la Documenta 14, Carles Guerra, Nuria Enguita) y artistas (Ignasi Aballí, Txomin Badiola, Javier Codesal, Cristina Iglesias). La lista de nombres podría crecer, pero mientras nuestra reputación cultural esté basada en el Guernica, las tapas y el calorcito, seguiremos sin recuperarnos de la sorpresa de haberlos producido.
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