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Muere Phil Chess, cofundador de Chess Records, el gran sello del blues eléctrico

El empresario consolidó junto a su hermano la discográfica que acogió a Muddy Waters, John Lee Hooker, Etta James, Howlin' Wolf o Bo Diddley, entre otros

Fernando Navarro
Phil Chess, a la izquierda, junto a su hermano Leonard en la puerta de Chess Records en Chicago.
Phil Chess, a la izquierda, junto a su hermano Leonard en la puerta de Chess Records en Chicago. Henry Herr Gill (AP)

Ahora que se ha vuelto a hablar de Chuck Berry porque a sus 90 años volverá a sacar un disco, o que los Rolling Stones también publican álbum nuevo, conviene señalar que sin Chess Records ni Chuck Berry ni los Rolling Stones serían posibles. Aquella pequeña discográfica independiente que abrió en Chicago en 1950 terminó convirtiéndose en un referente capital para el desarrollo del rhythm and blues y el fervoroso nacimiento del rock’n’roll, grabando a Berry con su canon rockanrolero y a todo un fabuloso puñado de artistas más que alumbrarían a los Stones y a otro fabuloso puñado de artistas británicos más como hijos bastardos de ese electrizante sonido. Uno de sus fundadores Phil Chess, que abrió Chess en el número 2120 de la avenida South Michigan junto a su hermano Leonard, murió el martes a los 95 años en su casa de Tucson, Arizona, según ha comunicado su hija.

A decir verdad, Phil se dedicó más al catálogo jazz y doo-wop de la compañía mientras su hermano supervisó las grabaciones de blues y sus derivados, que a la postre darían a Chess Records la seña de identidad irrepetible, gracias a la obra de Muddy Waters, Chuck Berry, Little Walter, John Lee Hooker, Howlin’ Wolf, Bo Diddley, Otis Rush o Etta James. Pero juntos formaron una sociedad imparable en la década de los cincuenta, protagonizando una odisea musical desde la discográfica que se construyó en una licorería perteneciente al barrio negro del segregado sur de Chicago, en los antiguos dominios de Al Capone, donde abundaban la droga, la prostitución y la música en directo. De hecho, a diferencia de otros pioneros independientes de la época como Sam Philips de Sun Records en Memphis o Ahmet Ertegun de Atlantic en Nueva York, se metieron en el negocio de música con motivaciones más comerciales que artísticas. Antes habían abierto licorerías y un local nocturno llamado Macomba Lounge, que les sirvió para aprender la jerga del gueto y comprender que la música se estaba convirtiendo en un elemento indispensable en la vida cotidiana de las metrópolis. Como decían en sus primeras entrevistas, “había que dar a la gente lo que quería”. Y eso, en la ruptura generacional de la posguerra de la II Guerra Mundial, era un sonido irreverente, excitante, sexual, liberador, tal y como cocían cada noche en las calles de Chicago los afroamericanos venidos del sur pobre y rural en busca de trabajo y huyendo del racismo de las élites blancas.

En su primera década, Chess Records simbolizaba a la perfección la gran cruzada social del rock’n’roll. Dirigida por estos dos hermanos judíos, que sufrían el rechazo por su religión y vivían en el barrio segregado entre afroamericanos, en la compañía se grababa a los músicos negros, considerados ciudadanos de segunda, bajo la supervisión de productores blancos. Había un acuerdo de respeto y negocio, que unía comunidades enfrentadas por la brecha racial del país. Y no se intentaba maquillar el resultado si Wolf aullaba como un lobo sediento de sexo, Waters daba calambrazos por el cuerpo con su guitarra mientras describía infidelidades o Etta James o Koko Taylor, grandotas y de un carácter excepcional e imponente, rompían el prototipo de intérprete femenina. Aquello, con la rígida conciencia estadounidense dominando todos los canales, era ser independiente y no lo que se vende ahora como música indie. Pero también Chess simbolizó los desmanes de la incipiente industria del rock’n’roll. Los hermanos fueron acusados de aprovecharse comercialmente de sus artistas, como en el caso de Bo Diddley, que décadas después de abandonar el sello donde se dio a conocer con su jungle-sound seguía cargando contra ellos.

Con todo, Chess Records, que los hermanos terminaron vendiendo en 1969, pocos meses antes del fallecimiento de Leonard, se consolidó como uno de los grandes pilares de la música popular norteamericana. Aquellas grabaciones explosivas arañaban el alma y contagiaban una desinhibición nunca antes oída en la puritana Norteamérica. Gracias a la estrecha relación de Phil con el popular dj Alan Freed, primer embajador en las ondas del rock’n’roll, sus canciones sonaban en la radio. Y corrieron como la pólvora al otro lado del Atlántico. La Invasión Británica que trajo la contracultura y elevó al rock a otra dimensión no hubiese sido igual sin Chess. The Beatles, The Yardbirds, The Animals… pero nadie como los Rolling Stones para maravillarse con Muddy Waters y la tropa del blues eléctrico de Chicago. Lo primero que hicieron al llegar a Estados Unidos Mick Jagger, Keith Richards y cía fue conocer Chess, la casa musical de sus sueños, a la que dedicaron el instrumental 2120 South Michigan Avenue, en 1964.

Bastaría con las canciones de Chuck Berry para que Chess Records tuviese, como tiene, un lugar en la historia. Pero, por suerte, su catálogo está repleto de músicos imprescindibles. Algo glorioso.

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Sobre la firma

Fernando Navarro
Redactor cultural, especializado en música. Pertenece a El País Semanal y es autor de La Ruta Norteamericana. Ejerce de crítico musical en Cadena Ser. Pasó por Efe, Abc, Ruta 66, Efe Eme y Rolling Stone. Ha escrito los libros Acordes Rotos, Martha, Maneras de vivir y Todo lo que importa sucede en las canciones. Es de Madrid.

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