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‘Loaded’, el inicio de la fiesta de Primal Scream

La banda escocesa y el productor Andrew Weatherall dieron, casi por casualidad, con la piedra filosofal del cruce entre rock y música de baile

Foto de promoción de Primal Scream, grupo de música británico.
Foto de promoción de Primal Scream, grupo de música británico.

En 1987, cuando los ecos de las interminables bacanales nocturnas ibicencas comenzaban a llegar al Reino Unido gracias al apostolado de Danny Rampling, Nicky Holloway, Paul Oakenfold y otros DJs de radar inquieto, Andrew Weatherall era un prometedor pinchadiscos que había formado (junto a sus secuaces Terry Farley y Steve Mayes) un fanzine llamado Boy's Own, que pronto propagaría el lema Drop Acid, Not Bombs (Tirad ácido, y no bombas), readaptando un antiguo slogan hippie a un tiempo nuevo. Un tiempo, aquel final de los 80, en el que el MDMA (el éxtasis) había reemplazado al viejo LSD no solo como sustancia capaz de funcionar de argamasa para hermanar grandes multitudes (las florecientes raves, que ya empezaban a proliferar), sino también como motor musicalmente creativo. Weatherall formaba parte de una pléyade de disc jockeys que, en poco tiempo, abogarían por tender puentes entre la electrónica y el pop. Mientras, aquel mismo año, los escoceses Primal Scream despachaban Sonic Flower Groove (Elevation, 1987), un álbum de debut rebosante de guitarras tintineantes de la escuela The Byrds, que sostenían melodías de un candor que delataba su cercanía al incipiente indie británico (por algo habían formado parte de la cinta C-86). Un ejercicio orgánico expedido desde un plano tan ortodoxo y reverente que no faltaron voces que lo tachaban de regresivo. Porque, en esencia, el jangle pop con el que trataban de distinguirse dejaba ver costuras marcadamente tradicionalistas. Weatherall y la troupe de Bobby Gillespie (quien había sido batería de The Jesus and Mary Chain hasta un año antes) parecían, pues, habitar en mundos muy distintos, y no precisamente cercanos. Más allá de su manifiesta pasión por el fútbol: por el Chelsea (el primero) y por el Celtic de Glasgow (el segundo). Pero todo iba a cambiar un par de años después.

Cuenta la leyenda que fue precisamente una crítica halagüeña escrita por Weatherall en Boy's Own sobre Primal Scream (Creation, 1989), un segundo álbum en el que los de Glasgow exhibían más músculo rockero, la espoleta que avivó el interés de la banda por contar con sus servicios. “Todo el mundo odiaba aquel disco, yo era de los pocos en mi entorno a quienes les gustaba”, confesó años más tarde el productor. Y fue el guitarrista Andrew Innes, precisamente en una discoteca (la londinense Spectrum), el primero en tirarle los tejos, una noche de 1989. El objetivo era bien simple, y aparentemente intrascedente: que Weatherall les remezclase I'm Losing More Than I'll Ever Have, uno de los cortes en los que más se apreciaba el hasta entonces velado interés de la banda escocesa por The Rolling Stones, aparecido en aquel segundo —y homónimo— disco. Lo que en un principio no iba a ser más que un remix, se convirtió casi por ensalmo, merced al descaro de quien no vislumbra límites porque apenas tiene nada que perder (un productor sin apenas experiencia en el estudio junto a una banda necesitada de un lifting para no acabar cayendo en el desahucio creativo), en un tema prácticamente nuevo, inaugurado con un sampler extraído de un diálogo de Peter Fonda en la película Los Ángeles del Infierno (1966), de Richard Corman: “Just what is it that you want to do? We wanna be free to do what we wanna do, and we wanna get loaded, and we're gonna have a good time. We're gonna have a party”. Toda una llamada a la acción, rescatada para entintar una generación.

Loaded, que así se llamó finalmente el tema que alumbró aquella operación renove, fue editado como single en febrero de 1990, y fue la semilla de la que nacería aquel hito llamado Screamadelica (Creation, 1991), álbum publicado un año y medio más tarde, y ya enteramente supervisado por Andrew Weatherall. Un trabajo definitivo para entender aquella encrucijada en la que —éxtasis mediante— el rock, el acid house, la psicodelia y el espíritu raver se daban la mano, y sintetizaban gozosamente la cópula entre pop y música de baile con una pericia que, curiosamente, ninguna banda procedente del epicentro del seísmo (Manchester) había logrado plasmar hasta entonces. Definida en algunos medios como el Sympathy For The Devil de la generación rave y elegida por los redactores del NME en el número 59 de la lista de las 500 mejores canciones de todos los tiempos, Loaded, con esa cadencia premiosa pero ideal para cimbrear la cintura, con sus coros gospel y su gloriosa sección de vientos, con su textura casi oleaginosa y su espesura lisérgica, es testimonio de una época en la que, lejos del totum revolutum postmoderno en el que vivimos ahora inmersos, todavía quedaban no pocas barreras estilísticas por dinamitar y excitantes horizontes por avistar, para luego ser exhaustivamente explorados. Aunque tampoco conviene tirar en exceso de nostalgia. En primer lugar, porque ni mucho menos supuso el estancamiento del grito primario, una guerrilla mutante en continua evolución hasta bien entrado el nuevo siglo, siempre tensionada entre pasado, presente y futuro. Y en segundo —pero más importante— lugar, porque aún preserva su frescura sin necesidad de apreciar la coyuntura en la que brotó, como solo los grandes clásicos prosperan. Igual da que sus artífices la recuperen sobre el escenario como parte del rescate escénico de Screamadelica o como argumento autonónomo dentro del setlist de cualquier bolo. Porque se trataba de montar una buena fiesta, sí. Pero también se trataba de mucho más que eso. Y lo lograron.

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