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La segunda muerte de Mozart

El maestro británico Neville Marriner fallece a los 92 años en su plenitud musical

Ha sido una buena cosecha la de 1924 para la música. Fue el año del estreno de Wozzeck y el año igualmente en que nacieron el tenor Carlo Bergonzi y el compositor Henry Mancini. También vino al mundo Neville Marriner, elevado a Sir por su majestad (1985) y convertido en referencia del mejor proselitismo para algunas generaciones de melómanos. Muchas de ellas iniciadas en el reclamo de Amadeus -dirigió la banda sonora de la película de Milos Forman- y en el trabajo titánico con que Marriner  celebró el año Mozart en 1991.

Me encuentro entre los admiradores del maestro. Tanto, que mi propia juventud de aficionado hubiera sido inconcebible sin The Academy of Saint-Martin in de Fields ni la vinculación al sello Philips. Especialmente, claro, en el repertorio barroco y clásico.

Ya sabemos que la corriente historicista desplazó el protagonismo de los músicos londinenses. También es indiscutible que varios de sus propios compatriotas -Gardiner, Trevor Pinnock, Christopher Hogwood, Robert King - fueron más lejos que Marriner en el interés de las propuestas y de los hallazgos.

Pero me gusta de vez en cuando poner los discos de Marriner y reconocerle su papel de pionero. Me interesa la humanidad con que retrata a Mozart. Y hasta me atraen proyectos tan insólitos y dispares como sus grabaciones de El barbero de Sevilla de Rossini y el Oberto de Verdi.

Ambos ejemplos demuestran que el maestro británico fue mucho más versátil de cuando desprenden los estereotipos. Sirvan como prueba sus años experimentales en Stuttgart -sustituyó a Celibidache- , los hitos discográficos en que se han convertido los conciertos para cello de Britten y de Walton en colaboración con Julian Lloyd Weber, incluso su devoción "secreta" a la obra de Mahler.

Marriner sobrevivió. Puede que no desde una posición de liderazgo en el mercado de las grandes orquestas, pero sí desde de una posición envidiada y envidiable: demostró que el podio no es un símbolo de poder, sino un espacio de libertad.

Me alegraba saber que estaba bien de salud y de cabeza. Que jugaba al golf a sus casi 93 años y que se jactaba de la gerontocracia musical. Sostenía que es la única profesión del mundo en que la sociedad y el mercado te valoran mejor cuantos más años tienes.

Todas estas razones convirtieron en imprescindible el concierto que "ofició" el pasado año con la Orquesta Nacional. Un ejercicio premeditado de devoción y de sugestión. Que empezó en los profesores de la ONE. Y traspasó a los espectadores, impresionados por la musicalidad y la lucidez del maestro. Y por la elegancia con que se nos vistió de domingo.

Dirigió la "Sinfonía 44" de Haydn sin los aspavientos retóricos del "sturm un drang" y redescubrió las "Variaciones enigma" de Elgar, aunque la gran comunión se produjo con el Concierto para cello del propio compositor británico.

Me refiero a la mediación de Truls Mork. A la sensibilidad del chelista noruego. A la belleza y la intensidad del sonido. Al fraseo con que tocó aquella mañana, convirtiendo el instrumento en un barítono de bello legato y de impresionante humanidad.

Porque está vivo el chelo. Un Montagnana veneciano de 1723 que respiraba y que cantaba. Y cuya madera, en sus matices, tanto evoca la oscuridad de una góndola, como la claridad metafísica de la cruz de Cristo.

Sirva la referencia religiosa para entonar un Requiem por Marriner. El Requiem de Mozart. Que dirigió con la humildad de un monaguillo y con la clarividencia de un sabio.

Marriner no dirigió sólo a Mozart desde la totalidad -sinfonías, óperas, conciertos- sino desde el “conocimiento” en su acepción más elevada. Por eso tiene sentido, tanto sentido, que su última grabación -está disponible en Spotify- haya consistido en los conciertos para piano números 19, 20, 21 y 23. Y que haya reclutado a una sensibilísima pianista coreana Hay-Kyun Suh. Y que se haya vuelto a reunir con The Academy of Saint Martin in the Fields, terminando donde empezó. Empezando donde terminó. Tenga usted el descanso que se merece, maestro. No faltan aquí los huérfanos que vamos a echarle de menos.

Ni los amigos, como Alfonso Aijón. Le había vuelto a contratar a usted para dentro de unos días en el ciclo de Ibermúsica, igual que había hecho en 1973, cuando se produjo su debut en España. Y no había casi público en el primer concierto -lo cuenta Aijón en Facebook-, pero la influencia del crítico de ABC provocó que se abarrotara el segundo, alertando de que se había producido una revelación.

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