¿Secretos en el siglo XXI?
El pseudónimo literario es un recurso de larga tradición cultural. Por razones políticas, sociales, culturales o personales algunos autores optaron en el pasado por ocultarse bajo el paraguas de un nombre falso para protegerse o ampliar su radio de acción. Es muy frecuente todavía en escritores de best sellers que disponen de varios nombres para así poder publicar más libros en un tiempo que de figurar siempre el mismo autor en la solapa resultaría excesivo. Fue también un procedimiento habitual entre las escritoras, por diversas razones, pero una de ellas y fundamental, para que la crítica y el público se tomara en serio su trabajo, pues podía fácilmente desdeñarse de saberse que la autora era una mujer. Fue el caso de George Eliot, George Sand, Fernán Caballero o Víctor Català, todas ellas dispuestas a protegerse de la burla y el acoso doméstico al que se sometía la producción artística de las mujeres utilizando un liberador pseudónimo masculino. Este tipo de razones no ha desaparecido del todo y vemos con naturalidad que la escritora J. K. Rowling (que también dispone de un pseudónimo masculino, Robert Galbraith) aceptara utilizar solo las iniciales de su nombre al publicar su inmenso Harry Potter para dejar abierta su identidad, ¿hombre? ¿mujer? Cuando la obra no tiene éxito el experimento del pseudónimo muere con ella, pero ¿qué pasa cuando una obra alcanza una gran popularidad? Pues lógicamente que nada va a quedar por saberse y los parerga y paralipómena, por decirlo con Schopenhauer, es decir todo aquello que puede constituir el entorno de un texto, y no la escritura en sí, adquirirá un gran interés.
La curiosidad por conocer la autoría de una obra —quién hizo qué— es legítima, por más que la corriente estructuralista nos adiestrara en desaprender esta valiosa información. ¿Significa eso que no podemos leer un texto si carecemos de esa información? Por supuesto que no, y la literatura española con su Lázaro de Tormes, de cuya autoría solo podemos especular, es un buen ejemplo de cómo se puede tejer una cultura a partir de un texto anónimo. Es decir que los lectores podemos prescindir de esta información y solemos aceptar los contratos de lectura que nos proponen los autores. Otra cosa es que tengamos también nuestros derechos. O sea, que un lector no tiene por qué aceptar el pacto de lectura que impone el autor en cuanto al conocimiento de sí mismo. Puede querer traspasarlo si le cabe la posibilidad de hacerlo. A nadie se le puede negar el derecho de preguntarse quién firma la obra tras un nombre falso y por los motivos del ocultamiento; del mismo modo que al autor no se le puede negar su derecho a ocultar su verdadera identidad. Son dos derechos en pugna, igualmente legítimos: saber frente a ocultar. Pero basta con que un lector se salga del recorrido señalizado para que la operación del pseudónimo se venga abajo.
* Anna Caballé es responsable de Estudios Biográficos de la Universdad de Barcelona
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