El gran Anglada
Lo suyo eran los excéntricos, los ‘poverellos’, las criaturas lunares
Cada vez que me encuentro con Juanjo Puigcorbé acabamos hablando del gran Rafael Anglada, con el que trabajó varias veces. Era un actor fantástico que durante años malgastó su talento en comedias trilladas, en el Romea, hasta que Puigserver y Pasqual, en 1979, le llamaron para ofrecerle un papel a su altura: el Chebutikin de Las tres hermanas, en el Lliure. Muchos nos quedamos a cuadros con aquella borrachera alucinada y llorosa, durante el incendio, alzando la rosa roja de la verdad. Pasqual me contó: “Era sensacional, pero le aburría ensayar. Venía de la época del apuntador y decía que con un ensayo bastaba. Un día se le cayó la baba viendo a la Sardá. ‘¡Claro que es buena! ¡Yo también sería bueno si ensayara tanto!”.
Puigcorbé atesora grandes frases como esa. En El príncipe de Homburg, de Von Kleist, Anglada estuvo sembrado. “A Salvat, que dirigía el montaje”, cuenta, “lo dejaba con los ojos como platos. Un día le dijo: ‘Las cosas claras, señor Salvat: aquí, nosotros somos la clase trabajadora y usted es el representante del capital”. Cuando se le iba la letra, sigue Puigcorbé, recurría a morcillas esplendorosas. “En la obra interpretaba a un coronel que, en una escena, tenía que conseguir caballos para la batalla. Se lio y en vez de caballos dijo camillas. Yo levanté las cejas y él, sin inmutarse, improvisó: ‘Es que somos de sanidad”.
Lo suyo eran los excéntricos, los poverellos, las criaturas lunares. Me hacía pensar siempre en un cruce entre Antonio Vico y Freddie Jones. Pese a la frase que le soltó a Salvat, era un hombre muy de orden, muy de misa. Cuando interpretó a Floreal, el veterano anarquista de El viatge, de Vázquez Montalbán, en 1989, estaba preocupadísimo porque el personaje decía muchas palabrotas. “¿No cree usted que alguien puede sentirse incómodo?”, me dijo. Ariel García Valdés, que le dirigía, habló con Montalbán y acordaron rebajar los tacos. “Por otro no lo hubiera hecho. Pero adoraba a Anglada. Todos le adorábamos”, me contó Ariel.
Tenía una pequeña imprenta en la plaza Lesseps, “por si acaso”. Muchos actores veteranos de la época tenían un segundo trabajo. Anglada escribió una comedia, L’amor venia en taxi, con la que ganó mucho dinero, pero sabía que podía pasar largas temporadas sin contratarse. Desde el éxito de Las tres hermanas no dejaron de llamarle. Yo recuerdo, además de las citadas, otras interpretaciones maravillosas: el abuelo de Cavall al fons, de Brossa (Mesalles, 1982); el Stefano de La tempestad, de Shakespeare (Lavelli, 1983), mano a mano con Puigcorbé como Trínculo, que recordaban a Totó y Ninneto Davoli; el Gennarino de La gran ilusión, de De Filippo (Bonnín, 1988), y otro Brossa memorable, El sarao (Bonnín, 1992), donde interpretaba a Ramonet, un burgués del Ensanche que veneraba a Franco y a Enric Borràs. A Anglada le habían cortado un pie pero no había quien le bajara del escenario. Con aquel tour de force se despidió a lo grande: sin apenas moverse de un sofá nos hizo ver la vida entera del personaje. En Nápoles hoy sería una leyenda.
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