Que mil años no es nada
El director Jordi Savall desembarcó en el Festival de Utrecht para ofrecer un milenario recorrido musical que llegó hasta Mozart y Beethoven
Durante diez días ha sonado en el Festival de Utrecht una avalancha de música creada, interpretada o editada en Venecia, cuna de la moderna imprenta musical. Quien más, quien menos se ha centrado en un compositor, un género, un estilo o un período temporal muy acotado. Pero Jordi Savall ha apuntado mucho más alto, como revelaba el título de su concierto: “Mil años de música en Venecia”. Ha desembarcado para ello con sus huestes al completo (Hespèrion XXI, La Capella Reial de Catalunya, Le Concert des Nations), músicos invitados y los logotipos de todas las instituciones que lo subvencionan. Durante casi tres horas y media se sucedieron grandes dosis de reiterativo canto bizantino y piezas instrumentales y vocales de toda laya, con especial énfasis en la histórica querencia oriental de la Serenissima. El catalán ejerció, pues, de gran patriarca ecuménico e intercultural, un hábito que le resulta muy grato vestir.
Venecia, sin embargo, salió un tanto malparada, pues apenas se escucharon músicas de verdadera enjundia. La excepción fue el Combattimento di Tancredi e Clorinda de Monteverdi, una sustancial obra maestra que casi rechinaba en medio de tantas pequeñas grageas, pero que conoció una versión inane. Voces e instrumentos fueron amplificados por primera vez en esta semana, lo que magnificó las carencias de aquellas. En el intermedio, el entusiasta público, jaleado por el director del festival, cantó al músico el Cumpleaños feliz por sus recientes 75 años y luego se repartieron gratuitamente 1.800 porciones de tarta con la inscripción “Savall 75”. El milenario recorrido musical, a trechos tedioso, concluyó con varios arreglos del catalán y llegó hasta Mozart y Beethoven. ¡Quién iba a decirle a Philippe Pierlot que acabaría tocando un día con su viola da gamba fragmentos de la Quinta y la Séptima Sinfonías del alemán!
Conciertos humildes y menos ambiciosos depararon, en cambio, emociones mucho más intensas. Sin ir más lejos, el que se escuchó justo a continuación y en el que, a mayor abundamiento, se interpretó también el Combattimento de Monteverdi, esta vez en una versión memorable de Cantar Lontano, el grupo del inquieto y vitalista Marco Mencoboni, una presencia habitual entre el público todos estos días en los conciertos de sus colegas. La suya fue una lección de teatro musical de cámara, intenso, sutil, arriesgado, poético, con un Testo (el tenor Luca Dordolo) formidable, que dio vida con pleno dominio de la sprezzatura a cada sílaba de los versos de Tasso, que parecían ser inventados en ese momento, no reproducidos maquinalmente. La prestación instrumental, libre, atenta, pictórica y maleable, apuntaló su fascinante manera de narrar la historia y le brindó el marco perfecto. El Lamento della ninfa fue también un comprimido y emotivo monodrama: no se ha oído un mejor Monteverdi en esta Utrecht temporalmente veneciana, un anticipo ideal de la gran efeméride del cremonés en 2017.
En el concierto del Ensemble Correspondances que dirige Sébastien Daucé no se sabía qué admirar más, si la inteligentísima confección del programa o la excelentísima interpretación. Se exploraba esta vez la influencia italiana en la música de Marc-Antoine Charpentier, con su Misa a cuatro coros precedida de varios de sus modelos italianos. Daucé sacó el máximo partido de las posibilidades espaciales de la sala, separando a cantantes e instrumentistas para lograr una imagen sonora veraz de cómo debieron de sonar en su día los cori spezzati en estas obras policorales. De nuevo sin ínfulas ni efímeros dejos posmodernos, y sin otro objetivo aparente que transmitir fielmente la calidad de la música, han brindado, quizá, la sorpresa más grata del festival: gracias al poco frecuentado repertorio y a la insólita calidad de todas y cada una de las versiones. El mimo con que se cuidó cada detalle llegó al extremo de pronunciar de manera diferente el latín de las obras italianas y las francesas. Y su modestia les deparó un triunfo incontestable y sincero, sin ideas preconcebidas de por medio, que les llevó a ofrecer fuera de programa una pieza de Alessandro Melani.
Es mucho más lo que nos ha deparado este tramo final del festival. Como el virtuosismo avasallador, pero con sentido, del flautista Erik Bosgraaf. El Bach venecianófilo de sus transcripciones para clave de Vivaldi, Albinoni, Torelli o Marcello, muy bien servido por Olga Pashchenko, aunque sin pisar un terreno estilísticamente tan firme como había hecho días atrás al tocar un piano original Érard de 1846 en un recital plagado de barcarolas y canciones de gondoleros, y con el que también había acompañado con asombrosa precisión, sincronía y sentido poético las imágenes de la proyección de la película El Golem, el clásico del cine mudo de Paul Wegener. La polifonía preciosista, aunque un tanto gélida, del Huelgas Ensemble. La excepcional calidad vocal del grupo Vox Luminis, desperdiciada en un programa pobremente diseñado por Skip Sempé. El canto cercano y comunicativo de la soprano Perrine Devillers con el Skorpio Collectief. Y, ya en el concierto de clausura, el extraño Vivaldi sacro de Le Concert Spirituel y Hervé Niquet, sin solistas, sin coro masculino y sin instrumentos de viento.
Pero cerremos el círculo hablando de nuevo de españoles. Igual que cada vez son más los músicos que llegan a las grandes orquestas europeas (el violinista Luis Esnaola se incorpora estos días a la Filarmónica de Berlín), año tras año aumenta la presencia de instrumentistas y cantantes en Utrecht, en esta edición que acaba de concluir con sopranos (Lucía Martín Cartón y la ya consagrada Nuria Rial), violinistas (Maite Larburu, José Manuel Navarro y Alba Roca), organetistas (Guillermo Pérez), trombonistas (Miguel Tantos), violonchelistas (Josetxu Obregón) o violagambistas (Noelia Reverte). Y la mención de honor debe ser para Larburu, que dio perfecta réplica en el extraordinario concierto del Ensemble Masques a la australiana Sophie Gent, una de las mejores violinistas barrocas actuales. Como broche de oro, el grupo ganador del Concurso Van Wassenaer, cuya final se celebró también en Utrecht el pasado sábado, Les Esprits Animaux, cuenta con tres españoles en sus filas: Javier Lupiáñez, David Alonso y Roberto Alonso. Los tres formados, cómo no, en Holanda, en el prestigioso Conservatorio de La Haya.
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