República surrealista de Kalmukia
Un territorio ruso harto peculiar y de historia muy trágica, un presidente estrafalario y siniestro y un sorprendente encuentro en la mitad de estepa, entre antílopes, conforman un viaje asombroso salpicado de ajedrez
El ministro ruso de Educación en 2009, Andréi Fursenko, atribuyó la brillantez en matemáticas de los niños kalmukos a que el ajedrez es para ellos asignatura obligatoria. Pero un viaje por la pequeña y pobre república autónoma rusa de Kalmukia, cercana a Chechenia, de mayoría budista, rica cultura e historia trágica, permite ver que esa es una gota blanca en un pozo negro.
El artífice de esa peculiaridad es el siniestro y excéntrico millonario Kirsán Iliumyínov, quien presidió Kalmukia de 1993 a 2010 y es el mandamás de la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE) desde 1995. Asegura que en 1997 fue secuestrado por extraterrestres. La periodista Larisa Yudina fue asesinada en 1998 por un ayudante de Iliumyínov (este negó toda implicación) cuando investigaba asuntos muy turbios de su Gobierno. El avión de Iliumyínov fue el último que despegó de Bagdad el 18 de marzo de 2003, tras una entrevista con Uday Husein (hijo mayor de Sadam), antes del bombardeo ordenado por George W. Bush. Jugó al ajedrez en Trípoli con Gadafi en junio de 2011, cuatro meses antes de que asesinaran al presidente libio. Ahora está en la lista negra de EE UU por su colaboración con el Gobierno sirio de El Asad.
Nada de eso había ocurrido cuando lo visité por primera vez en su enorme despacho presidencial de Elistá, capital de Kalmukia, en junio de 1996. Pero ya apuntaba maneras. Me contó que había consultado si debía presentarse a las elecciones con una famosa vidente búlgara, Vanga, quien auguró su triunfo. Ganó, eliminó (según él) “a la mafia dominante” (todo indica que la reemplazó por la suya), se entrevistó con el Dalai Lama, el Papa y el Patriarca de la Iglesia Ortodoxa, ordenó la construcción de un templo multiconfesional, creó el Banco Exterior de Kalmukia y regaló 1.000 dólares en acciones a cada ciudadano. La mayoría son de origen mongol, pero viven mezclados con una gran minoría rusa y otras diversas.
También me contó que sus padres sufrieron la deportación masiva de kalmukos a Siberia en 1943 por Stalin, quien los temía por su fama de buenos guerreros. Como pude comprobar en el museo local, leyendo aterradoras cartas auténticas de cautivos que morían de hambre y frío, es asombroso que el pueblo kalmuko siga existiendo en un territorio muy árido, costero con el Caspio, que produce algo de carbón, gas y petróleo, pero muy desigual en el reparto de la riqueza.
Iliumyínov anunció al día siguiente que iba a fichar a Maradona para el equipo local, Uralán; una de sus muchas fanfarronadas. Pero cumplió otras, como construir un Palacio del Ajedrez en una especie de villa olímpica (conocida por los nativos como “la ciudad del ajedrez”) que, tras la celebración de la Olimpiada de Ajedrez en 1998 sirve para alojar esporádicos congresos.
Varios periodistas extranjeros pedimos ayuda para visitar “la Kalmukia profunda”. Nos la dieron. Y bien profunda que era. Tras un par de horas por la estepa sin camino marcado, viendo antílopes entre los matorrales y dando botes en un todoterreno muy grande, llegamos a la mitad de ninguna parte. Pero justo allí había un koljós (cooperativa agrícola, muy abundante en la Unión Soviética), donde conocí a uno de los seres humanos que más me han impactado. Se llamaba Vladímir Grigórev, tenía 91 años y seguía trabajando; tras sobrevivir a un campo de concentración nazi pasó varios años más en un gulag soviético.
Cuando nuestra conversación, con la ayuda de una traductora, giró hacia las elecciones rusas, que eran el domingo siguiente, di por supuesto que el votaría por el reformista Borís Yeltsin. Craso error: “No. Voy a votar por los comunistas. Con ellos teníamos la garantía de comer todos los días. Con los de Yeltsin, no lo veo nada claro”. Aquel hombre me ayudó a entender mejor la complejísima sociedad rusa. Y me reafirmó en que viajar es la mejor escuela de vida, incluso después de ver nada más que hierba y antílopes durante dos horas.
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