Voces emergentes de América Latina
Una generación libre de complejos del pasado toma el testigo de la gran novela en español. La violencia, el narco y la cruda realidad del continente nutre a estos autores
Leer a Emiliano Monge es sintonizar con una poesía oculta, una cadencia invisible que acompaña su novela arisca, dura, de tono y trama de lija, pero al fin y al cabo confortable en algún punto, en algún lugar y en algún tiempo inexplicable. Las tierras arrasadas, una novela dedicada a los que él llama los sinalma, los sincuerpo, los sinpatria —y que son los migrantes que atraviesan México hacia el norte—, es el paradigma de una nueva narrativa vital, directa, catártica y sin rodeos que algunas voces potentes de América Latina están colocando en las librerías mientras renuevan el panorama en mayúsculas. Escritores nacidos en los setenta y ochenta de países que alguien dijo que abrazaron la democracia, pero que aún necesitan expurgar la violencia, la crueldad y la sinrazón que siguen enturbiando su progreso.
Emiliano Monge (México, 1978) narra el trasiego de migrantes como mercancía a través de una tierra seca y polvorienta, igual que Yuri Herrera (México, 1970) nos hizo respirar la arena en la frontera con Estados Unidos; Julián Herbert (México, 1971) bucea en una matanza de chinos que se produjo a principios de siglo XX en Torreón; Juan José Martínez D’aubuisson (El Salvador, 1986) se introduce con temeridad en las maras de El Salvador; Selva Almada (Argentina, 1973), en los suburbios de los suburbios de Argentina; Lina Meruane (Chile, 1970) nos arrastra al capitalismo perfecto de la era Pinochet, como antes a la realidad de Palestina.
No significa que todos ellos escriban de violencia o de pobreza ni que tengan un estilo común, pero la conciencia social está presente en todos y la pluma es firme y directa en todos. Monge raspa con una suavidad que al mismo tiempo hiere, atrapa y abraza; Antonio Ortuño (México, 1976) abre territorios interiores vergonzantes con humor; y todos supeditan el lenguaje a la historia, historias todas ellas que ninguno de los lectores quisiéramos vivir en carne propia.
“El periodismo condena todo al pasado mientras que lo que sucede en una novela está sucediendo ahora, atañe al presente. El periodismo persigue lo particular, y la literatura, lo universal”, asegura Monge. El autor mexicano necesitó y fabricó un tono áspero “porque tiene que haber una correspondencia entre forma y fondo, entre un tema durísimo y un estilo que lo acompañara, que fuera áspero pero a la vez hermoso para que la balanza funcionara”. Por ello evitó el argot de los bajos fondos, picó piedra en el lenguaje más cuidadoso, elegante, y salpicó su ficción de frases tomadas de los testimonios de inmigrantes y de pasajes de Dante.
El resultado fue Las tierras arrasadas (Literatura Random House), la novela probablemente más poderosa y paradigmática de este momento y esta generación que no quiere llamarse generación, pero que combina una doble vía que enraíza con naturalidad con la tradición latinoamericana de crónica y literatura. Estos libros aquí reunidos son en general de ficción, pero urden tramas que en algunos puntos se asemejan a las crónicas y bien podrían trasladarse a los periódicos. Lina Meruane lo llama “hibridación”.
“Yo recurrí a la forma de crónica para llevar al lector a viajar a los lugares que vi y a hablar directamente con las personas que conocí. Pero como un intento de separarme del periodismo, yo llamo a esta mixtura realismo etnográfico, como lo hacía ya el difunto antropólogo latinoamericano Oscar Lewis”. Habla así Martínez D’aubuisson, un antropólogo salvadoreño que se adentró en el universo de la mara Salvatrucha 13 con valentía vital y una clarividencia rotunda que plasmó en Ver, oír y callar (Pepitas de Calabaza), su inmersión en ese entorno tan salvaje como humano. Todo lo que cuenta en ella es real, pero “evidentemente no soy una máquina y tengo una percepción que me hace ver las cosas de cierta forma”. “La mayor parte de mi trabajo consiste en la producción de textos académicos para revistas científicas. Sin embargo, en esta investigación me di cuenta de que dentro de la libreta de campo había historias fascinantes y momentos intensos que no entraban en un material científico. Por ello recurrí a la forma de crónica latinoamericana que nos permite también el uso de metáforas y un lenguaje mucho más rico”.
El cielo árido y Las tierras arrasadas (Literatura Random House). Emiliano Monge.
Fruta podrida (Eterna Cadencia), Sangre en el ojo (Caballo de Troya) y Volverse Palestina (Literatura Random House). Lina Meruane.
Ladrilleros (Lumen), Chicas muertas (Literatura Random House) y El viento que arrasa (Mar Dulce). Selva Almada.
Recursos humanos (Anagrama), Méjico (editorial Océano) y El jardín japonés (Páginas de Espuma). Antonio Ortuño.
Generación Cochebomba (Pepitas de Calabaza). Martín Roldán Ruiz.
The Night (Alfaguara). Rodrigo Blanco Calderón.
Señales que precederán al fin del mundo (Periférica). Yuri Herrera.
Canción de tumba y La casa del dolor ajeno (Literatura Random House). Julián Herbert.
Ver, oír y callar (Pepitas de Calabaza). Juan José Martínez D'aubuisson.
La chilena Lina Meruane reconoce muchas dudas y dificultades para entender cómo conectan los géneros que emplea. “He pensado en esta variación de géneros dentro de un mismo texto y por ahí hay un elemento fresco y muy creativo que está ocurriendo en el desarrollo de la novela contemporánea. Ya sabemos que la novela lo acepta todo y esta definición está llegando a un extremo casi radical sin ser del todo experimental”. Meruane combina crónica y ensayo en Volverse Palestina. “Yo cuando escribo investigo mucho y hay una parte de esa investigación que no corresponde al lenguaje de la novela. Es un partir escribiendo sin saber adónde va el texto, y a veces el texto decide ser una novela. He empezado historias autobiográficas que resultaron ser novela, como Sangre en el ojo, que como novela me permitió explorar cosas y llevarla a extremos que no habían ocurrido en realidad”.
Selva Almada, autora nacida en la Argentina rural, prefiere describir su trabajo muy gráficamente como la caza de arañas en el campo: “Cuando aparece una historia, empiezo a tirar del hilo y veo qué pasa. Así es como se pescan las arañas en el campo: se ata un pedacito de jabón a una piola y se introduce en las cuevas que hacen las arañas en la tierra y se espera hasta sentir que muerde, y después hay que tirar despacito. Me gusta esa imagen para relacionarla con los relatos porque esas arañas que pescábamos así cuando éramos chicos eran horrendas, grandes, peludas. A medida que tirábamos del hilo, sentíamos el horror del misterio, una tensión insoportable…, y eso es escribir, creo”. Entre las arañas que Almada ha pescado está la relación violenta que dos hombres heredan de sus familias en Ladrilleros y los asesinatos de tres adolescentes en Chicas muertas. Almada es una de las voces más potentes de Argentina y, aunque ella es representante de una literatura de violencia verbal, psicológica y física entre seres próximos y ajenos, considera que no es un tema del presente, sino “uno de los grandes temas de todos los tiempos”. “No creo que la literatura deba ser la portavoz de las grandes ideas de sus autores. Ni que deba enseñarnos nada”, afirma por correo electrónico. “Hay toda una literatura de la violencia urbana también, nacida de la pobreza que nos dejaron y nos siguen dejando nuestros Gobiernos liberales”.
Y es cierto que la violencia es un tema de la literatura universal, pero las voces potentes que llegan de América Latina están actualizando el lenguaje y las historias en nuevos cauces que les conectan, a través de festivales como Centroamérica Cuenta o el Hay y de editoriales más o menos globales. Literatura Random House, una de las grandes, apuesta por las voces latinoamericanas en el sello Mapa de las Lenguas, pero hay otras como Periférica, Pepitas de Calabaza y Eterna Cadencia que están recogiendo los frutos de esta generación. “Es indudable que hay una nueva generación de voces latinoamericanas, preocupadas —en muchos casos— por narrar una realidad completamente novedosa”, afirma Julián Lacalle, editor de Pepitas de Calabaza, uno de los que apuestan por ellos en una colección específica. “Hay un hilo conductor muy claro (y que no hemos buscado precisamente): son voces que están dando testimonio de una realidad de violencia. De una realidad de violencia extrema, me atrevería a decir que completamente nueva en su crudeza, y por otro lado incomprensible a nuestros ojos”.
“Hay una literatura vinculada a la realidad”, dice Emiliano Monge. “El boom fue un canon más que una tradición. Era más difícil vender a Ribeyro que a Vargas Llosa, a Fernando del Paso que a Carlos Fuentes. Mi generación está más vinculada a las tradiciones paralelas que al canon. Las generaciones siguientes al boom tuvieron el problema de pelearse con el boom, de alejarse de lo falsamente mágico, como si fuera un problema de temas”. Él cree que la gran literatura “nunca es el fin de algo, sino el principio de algo, como Rulfo no fue el fin sino el camino”. Esta nueva generación, asegura Monge, tiene una enorme ventaja: la interconexión. “Han crecido los ámbitos, puedo encontrar más relación con un colombiano, argentino o costarricense que con un mexicano, más allá de la lengua también. Cormac McCarthy o Bolaño han influido más en la literatura de mi generación que los mexicanos anteriores a nosotros”.
Y esa interconexión les hace compartir mucho más que el idioma, y es un contexto de democracias jóvenes con mayores o menores fracasos y tasas muy altas de violencia, narcotráfico y desigualdad. “La democracia no existe en América Latina porque se ha establecido un modelo de democracia electoral que no puede funcionar sin igualdad. El 2% tiene el 60%/70% de la riqueza, los políticos llevan a sus hijos a escuelas privadas y el analfabetismo es altísimo. Y no es tarea de la literatura cambiar el mundo —si pudiera, lo habría hecho muchas veces—, pero es un reflejo del momento y puede generar solidaridad, la sensación de trasladarse, de ponerse en el lugar del otro”.
“No hay nada nuevo porque ya todo está escrito. Pero ha habido un cambio en el discurso estético, al menos en Perú, donde predomina el realismo”, cuenta Martín Roldán Ruiz, autor de Generación Cochebomba (Pepitas de Calabaza), un libro que retrata una adolescencia con el mismo ansia de amor, sexo, rock y drogas de cualquier adolescencia de cualquier momento y lugar, pero bajo las bombas de los ochenta en Lima. “Cada quien asume lo que desea decir en su narrativa. Yo creo que el hecho de escribir es ya un acto donde se reivindica la libertad, la de crear, la de vivir. Y eso creo está presente en mi narrativa. El solo hecho de narrar lo que fue crecer en tiempos de crisis, en medio de una guerra entre peruanos, creo que reivindica a los de mi generación que se vieron afectados por una situación creada por aquellos que terminaron debiéndonos una vida. Como diría la banda punk Crass, “Do they owe us a living? Of course they do”.
Rodrigo Blanco Calderón, venezolano nacido en 1981, novela la violencia y las relaciones en los apagones emblemáticos de la era chavista en The Night (Alfaguara). “Yo quise contar muchas historias, a la vez dispersas y secretamente conectadas, ambientadas en la oscuridad impuesta por los cortes eléctricos de Venezuela”, cuenta. “Venezuela se ha aislado de América Latina y de la marcha general del mundo, en un retroceso proporcional al aumento de la violencia. Y la literatura que yo hago está directamente conectada a este dilema”.
En la oscuridad de los apagones de la Venezuela actual o del Perú amenazado por Sendero, en el polvo de los caminos mexicanos o en la negrura vital de las provincias argentinas o chilenas, en el pasado o el presente, la historia de la gente ha encontrado un nuevo púlpito de la mano de unos escritores jóvenes, de pulso firme y lenguaje certero, que están renovando sin cesar la literatura latinoamericana más local e internacional a la vez.
‘Traficantes’ de novedades
Varios autores se animan a citar a otros de una generación muy conectada. Se han eliminado las citas cruzadas.
Emiliano Monge rechaza elaborar antologías para no dejar a nadie fuera en una generación muy prolífica, pero espontáneamente cita a Hernán Ronsino (Argentina), Diego Zúñiga y Paulina Flores (Chile) y los mexicanos Álvaro Enrigue, Valeria Luiselli, Julián Herbert o Fernanda Melchor.
Selva Almada cuenta que son los propios autores los que "trafican" con novedades de festival en festival ante la dificultad para encontrar libros de otros en cada país. Así ha conocido a Liliana Colanzi (Bolivia), "que me parece una enorme escritora, me atrevería a decir la mejor que he leído en los últimos años". Y destaca a Diego Zúñiga, Maximiliano Barrientos (Bolivia) y Lina Meruane (Chile).
Rodrigo Blanco Calderón cree que hay una nueva generación potente y cita a Andrés Neuman y Pedro Mairal, de Argentina; Juan Gabriel Vásquez, en Colombia; Julián Herbert, en México; Roberto Martínez Bachrich, Juan Carlos Méndez Guédez, Oscar Marcano, Alberto Barrera Tyzska y Eduardo Sánchez Rugeles, en Venezuela; Gabriela Alemán, en Ecuador; Rodrigo Hasbún, en Bolivia.
Martín Roldán Ruiz cita a Richard Parra (Perú), Daniel Alarcón (Perú) y Juan Manuel Robles.
Antonio Ortuño cita a Yuri Herrera, Juan Cárdenas, Jeremías Gamboa, Hernán Ronsino, Claudia Salazar, Lina Meruane, Guadalupe Nettel, David Miklos y Mariana Enríquez.
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