‘Night fever’: sudoración garantizada, alergia opcional
¡Con qué malsana acritud despreciábamos los chicos duros el fenómeno 'Saturday Night Fever', el travoltismo y la mutación discotequera de los Bee Gees!
¡Con qué malsana acritud despreciábamos los chicos duros el fenómeno Saturday Night Fever, el travoltismo y la mutación discotequera de los Bee Gees! Justo cuando el rock parecía estar asomándose a una necesaria regeneración, gracias a la reprimenda punk y pop que sin duda merecían la modorra sinfónica y el heavy medieval, nos invadía una plaga de chulitos de barrio que trocaban sus tejanos por vistosos conjuntos de chaqueta, chaleco y pantalones acampanados, a poder ser blancos. Sus dominios eran las sombrías o estroboscópicas pistas de baile que tan vulgares nos parecían; su elegancia una inadmisible horterada. Primero fue la machacona Staying alive, cuyos saltitos de palidez anglosajona en falsete producían enojada alergia, y luego el sonsonete de Night fever, que ocupó el primer puesto en los 40 Principales del 29 julio al 5 agosto de 1978. ¿Canción del verano? Más bien persistente tonada parasitaria.
Todo había empezado dos años antes, cuando el británico Nick Cohn, autor de una de las primeras historias del rock con espíritu crítico, se inventa un reportaje sobre la escena discotequera de Brooklyn que publica la revista New York sin comprobar las fuentes. Cohn apenas había frecuentado aquellos ambientes, pero al retratar a Tony Manero está moldeando el más potente mito juvenil neoyorquino desde West Side Story. Su belicoso cuestionamiento de la revolución contracultural de los sesenta le hizo comprender que, aquellos jóvenes que pasaban la semana estudiando o trabajando de aprendices, no vivían una época de bonanza como la que propició el jipismo, eran el producto de la crisis del petróleo. En consecuencia, el hedonismo tribal estallaba la noche del sábado, donde todo era posible si vestías fardón y pisabas fuerte en el ritual de la discoteca.
En realidad, el fenómeno del que se aprovecharon la película protagonizada por John Travolta, producida por el magnate discográfico Robert Stigwood, ya estaba en auge desde que Barry White, Van McCoy, Donna Summer, Labelle o la refinada discográfica Philadelphia International sentasen sus vibrantes bases. Los Bee Gees solo aportaban una fachada caucásica que llevase el género a la supremacía mundial. Algunos preferíamos la presunta autenticidad de los Sex Pistols o la molicie de Ramones, a su manera expresiones de un rock que regresaba a la infancia, tan artificiosas como los arreglos de funk liofilizado con empaste de violines o las cardadas melenas y jerseys de cuello alto de los hermanos Gibb vocalizando en conjuntado perfil. La infranqueable distancia entre el horror discotequero y la peste del punk la señalaron las cifras de ventas.
Tras aquellos dos singles, y el doble álbum que los australianos de voz atiplada compartían con Tavares, Kool & The Gang, KC and the Sunshine Band y otros placeres culpables del roquero ilustrado, llegaron las baladas How deep is your love y More than a woman, alargándose aquella fiebre durante años. Claro que entonces desconocíamos que, en la segunda mitad de los sesenta, los Bee Gees habían sido un imaginativo conjunto vocal en competencia directa con los Beatles. Tienen canciones maravillosas y elepés sustanciosos, pero en la época lo único que sabíamos de ellos era que en los guateques se pinchaba Massachussets o To love somebody para bailar agarrados. Hoy que atesoro sus comienzos, ya no me produce urticaria que suene Night fever, tan solo una leve e irónica nostalgia. Qué bonito hacerse mayor.
Babelia
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