“La normalidad es turbia”
La autora de ‘Cicatriz’ publica cuatro relatos cortos para EL PAÍS. “Cada vez me gusta más usar palabras normales”, asegura sobre su estilo
Hay escritores tan brillantes como impostados. Sara Mesa parece auténtica. Tanto por lo que dice como por lo que escribe. Hace unos meses, en la promoción de su último libro de cuentos Mala letra (Anagrama), declaró: “Cuando dejé de vivir, cuando la vida se me calmó un poco, empecé a escribir; antes estaba demasiado ocupada”. Madrileña de 40 años, afincada en Sevilla desde niña, la autora se estrenó en la literatura tarde pero ya ha logrado publicar cuatro novelas, libros de relatos y un poemario. Entre las primeras se hallan Cuatro por cuatro, finalista del Premio Herralde, y la más reciente Cicatriz (Anagrama), que cosechó excelentes críticas y una buena acogida de público.
“Cuando dije aquello me refería a como había entrado en la literatura, relativamente tarde. Pero lo más curioso es que antes ni lo había intentado”, especifica la autora, sentada en un céntrico hotel de la plaza Nueva de Sevilla. “Hasta los 30 años estuve viviendo muchas cosas: tuve un hijo muy joven, bueno, no tanto, con 22 años; buscaba mi lugar en el mundo, también sentimentalmente… Supongo que una adquiere cierta madurez y todas esas cosas salen cuando escribo. Mi literatura no es autobiográfica pero refleja sentimientos, situaciones”.
Cuando deja de hablar, da la impresión de que se arrepiente de inmediato de lo dicho, de exponerse demasiado, de parecer solemne. No en vano, rehúye referirse a su pasado, a sus estudios de periodismo y filología, a su vida privada, a su trabajo alimenticio… En las solapas apenas hay datos. Son cosas, a excepción de tener un hijo, que no marcan su trayectoria literaria, bueno tener un hijo sí lo ha hecho, asegura la escritora, que acaba de escribir cuatro relatos cortos para la Revista de Agosto, que se publicará en EL PAÍS durante el próximo mes, englobados bajo el título Sueños de una noche de verano.
“Hace tiempo que anoto sueños, fragmentos, y pensé darles forma. Están elaborados literariamente, y parte son inventados, claro. Cuando se cuentan los sueños suelen aburrir bastante. Pensé que podía darles una unidad atmosférica. Guardan mucha relación con las cosas que escribo, aunque tal vez son más pesadillas que sueños plácidos. Me gusta mucho el escritor Mario Levrero, que maneja ese tipo de imágenes oníricas”.
Adictos a la culpa
En sus relatos aparecen personajes adictos al sentimiento de culpa, un empresario que no cesa en su empeño de emborrachar a dos trabajadoras, relaciones de dependencia por Internet o una sexualidad enfermiza aunque no explícita. Su literatura tiene un punto perturbador e inquietante enraizado con la realidad. Sórdido, turbio o políticamente incorrecto son otros calificativos que salpican las referencias a su obra. “No siempre es así. Además, es un poco exagerado. Y, con todo el respeto, la práctica periodística repite lo ya dicho. Las historias tienen una raíz en la normalidad, pero vista desde un ángulo diferente. Intento que los personajes sean humanos y normales, por eso desconciertan. Hay libros que cuentan historias mucho más sórdidas, terribles, pero como queda delimitado desde el principio que el protagonista es un psicópata…”. ¿Pero qué es lo normal? “También hay otra lectura y es que la normalidad es turbia. Quién es normal. La vida es rara”.
Si no raras, sí son poco convencionales las autoras que ha leído últimamente y le han encantado, como Fleur Jaeggy, Grace Paley o Lucia Berlin y su Manual para mujeres de la limpieza (Alfaguara). Ella misma vive ahora un momento dulce de reconocimiento literario, avalada por escritores como Rafael Chirbes o Enrique Vila-Matas, y por reseñas que la sitúan como una de las voces más personales e interesantes de la nueva narrativa española.
“La gente me ha empezado a conocer ahora, desde los dos últimos años. Escribir tiene ramificaciones y genera una serie de actitudes que no había previsto y no siempre estoy cómoda... Cierta proyección social, compromisos, llamadas... Estoy en un periodo de ajuste y estar aquí, en Sevilla, me viene bien. Si no, me dispersaría muchísimo. Necesito concentración y soledad”, explica.
“Hay una sospecha extendida”, añade, “sobre el éxito. Bueno, mi éxito es muy relativo. Pero últimamente mi nombre ha sonado algo y me va bien. Pero uno se convierte en sospechoso. Y lo malo es que uno empieza a sospechar de sí mismo. Algo habré hecho mal. Yo que tiendo a mirar las cosas desde muchos puntos de vista...”.
Y ahora, justo cuando se consolida su reconocimiento y goza de buenas y seguras perspectivas editoriales, le cuesta más escribir: “Me da la sensación de que estoy involucionando. Me cuesta más trabajo, soy insegura”, apunta a propósito de una novela corta que no llega a terminar.
Su mayor problema no es urdir una trama o encontrar una historia —“hay muchas que contar, de otra manera”, apostilla— sino “conseguir el tono”. “Creo que eso es escribir, lo demás es redactar”. Y agrega: “Hay muchos tipos de estilos y tendemos a pensar que el más rebuscado es el estilo y que el lenguaje no chirríe, no destaque, no es estilo. A mí, cada vez me gusta más usar palabras normales”.
Babelia
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