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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Boquitas cerradas

No hemos tenido demasiada suerte con los libros escritos por antiguos disqueros españoles

Diego A. Manrique

Boquitas pintadas es, ya saben, una de las novelas del gran Manuel Puig. Y Puig fue uno de los autores locales publicados por Jorge Álvarez, impecable editor de Buenos Aires que convirtió su nombre en marca de calidad durante los sesenta; también sacó tomos de Rodolfo Walsh, David Viñas, Ricardo Piglia, el cineasta Leopoldo Torres Nilsson o el dibujante Quino (Mafalda). Lo que resulta más asombroso: se trata del mismo Jorge Álvarez que, en España, lanzó a fenómenos del pop comercial como Mecano y Olé Olé.

Álvarez, que murió en Argentina el pasado año, publicó en 2013 unas Memorias (Buenos Aires, Libros del Zorzal) que he buscado con afán. Un inciso: incluso en tiempos de Amazon, conseguir libros de otros países del área hispanoparlante es asunto harto complicado. Al final, hubo que recurrir al viejo método: el amigo de un amigo porteño (gracias, Pepe Brea) me lo trajo en mano.

Tras hojearlo, me sentí frustrado. A ver: me alegra contar con la autobiografía de semejante personaje, con su envidiable capacidad para reinventarse en diferentes campos y en variados países. Intenten imaginarlo al revés: un Jorge Herralde que se reciclara en productor de techno-pop en la Argentina. Al mismo tiempo, comprobé que no son exactamente las memorias que Álvarez había comenzado a escribir en Madrid. Pude leer entonces algún capítulo y la narración era mucho más minuciosa, con un tono hasta pícaro en lo sexual.

No hemos tenido suerte con los libros de antiguos disqueros españoles. Ocurre algo muy pintoresco: cuando están en el machito, en momentos de intimidad, algunos altos directivos te aseguran que recopilan información y documentos para “contar toda la verdad”. Sin embargo, cuando salen del mundillo, prefieren callar. Cuestión de lealtad, imagino. O de precaución: aunque se desvinculen laboralmente de la Gran Industria, muchos conservan vínculos, royalties, modestos tejemanejes.

Con todo, ya en el presente siglo, han ido goteando libros de recuerdos. ¿Son necesarios esos libros? Sí, de la misma forma que hemos celebrado la aparición de infinidad de crónicas personales sobre el boom de la literatura hispanoamericana o sobre el sistema de los estudios en Hollywood.

En general, nuestros disqueros no se han lucido. Nos asfixian con su egocentrismo: yo, mi, me, conmigo. Convierten el tomo en una sucesión de arreglos de cuentas, venganzas recalentadas, banales denuncias. Alguno se buscó un seudónimo, puro narcisismo: era perfectamente reconocible en las fotos incluidas. Manifiestan honda nostalgia por los tiempos “en que las discográficas estaban a cargo de humanistas, no de financieros”. Menos lobos: aquellos “humanistas” perpretaban regularmente crímenes contra la estética y bendecían una contabilidad creativa a costa de los artistas.

No suele haber rastros de autocrítica. Ni, por supuesto, revelaciones sobre la estructura industrial, el sistema de pagos, las prebendas secretas. Cierto que esos detalles tampoco abundan en sus equivalentes foráneos, una valiosa bibliografía que incluye textos firmados por Joe Boyd, Clive Davis, John Hammond, Walter Yetnikoff. Este negocio prefiere la opacidad. Y es imposible fiarse de las cifras que proporciona, siempre nebulosas e insuficientemente explicadas.

Las Memorias de Jorge Álvarez no abundan en datos. Las cuentas no eran lo suyo: ni siquiera fue un buen gestor de su patrimonio. Pertenecía más bien al modelo del empresario visionario: aparte de la editorial, también fue pionero en crear sellos independientes para el rock con Mandioca (¡en 1968 y en la Argentina del teniente general Onganía!). Resulta deprimente leer, al final de Memorias, que reservaba sus andanzas discográficas en Madrid y Miami para otro volumen. No pudo ser.

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