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GENTE SINGULAR
Columna
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Baila, baila, hasta que llegue el sereno

El dibujante Ceesepe, que sigue pintando, fue uno de los protagonistas de la movida

Manuel Vicent
El dibujante Ceesepe.
El dibujante Ceesepe.JORDI SOCÍAS (EL PAÍS)

Habla en voz baja, entre dientes, y si no oyes lo que dice te pierdes algo que siempre tiene sustancia; en todo caso ahí está la expresión de sus ojos para dar sentido a sus palabras masculladas, unos ojos redondos, que unas veces recuerdan a los de Picasso, otras a los de Buster Keaton y otras a un par de olivas negras húmedas y de buen tamaño. Parece tímido, o tal vez depresivo, pero en seguida te das cuenta de que tiene peligro, porque donde pone la bala pone después la mirada irónica acompañada con una sonrisa de conejo.

Imagino que estará harto de que le pregunten por aquello de la movida, de la que, sin duda, fue uno de los protagonistas. Es una pesada mochila que lleva a cuestas. Levanta los hombros, hace una mueca de cansancio y recuerda a sus amigos de correrías, a Ouka Leele, al Hortelano, a Almodóvar, a Mariscal, a Nazario y poco más. El resto fue paja dorada que ha pasado a la historia sin dejar rastro.

Mucho antes de aquella fiesta Ceesepe ya era un chico raro, hijo de carpinteros, que tenía un puesto de tebeos en el Rastro. Le gustaba dibujar un poco a su aire, alimentado de historietas bárbaras que leía en los cómics. Se matriculó en la escuela de Bellas Artes, que abandonó al poco tiempo porque no le servía de nada. El chaval tenía su propio método. Comenzaba a dibujar de memoria la gamba de una mujer soñada, primero un tacón de aguja, después un tobillo fino, luego una pantorrilla adorable y la criatura iba creciendo por los muslos, el sexo de fruta, el torso de junco, los senos como escopetas apuntando hacia arriba hasta crear el rostro de una chica molona que no se parecía a ninguna que andaba por la calle. Esa primera figura comenzaba a echar raíces y ramas como una planta carnívora que llenaba el cuadro de un conglomerado surrealista de personajes derivados de aquel primer trazo inopinado.

Todos los dibujos de Ceesepe representan una fiesta abarrotada. Lánguidas señoritas, apaches, marineros, clarinetes y trompetas, jazzistas negros, Paris la nuit, signos del zodiaco, imágenes de asesinos con navajas que se reflejaban en espejos Belle Epoque, seres galácticos puntiagudos, cuerpos desnudos de chicas imposibles mezcladas con ángeles del infierno, animales extraídos de la locura de El Bosco. En esta fiesta estaba reservado el derecho de admisión, más que nada por falta de espacio. Si alguien intentaba participar en ese desmadre, Ceesepe lo miraba de arriba abajo y si lo veía suficientemente rayado, le dejaba pasar, pero si tenía más de 25 años lo mandaba a tomar por saco.

Es inevitable contar cómo se inició el baile. El 23 de febrero de 1981 entró Tejero en el Congreso y gritó pistola en mano: "Quieto todo el mundo. Que no se mueva nadie". Imagino que este militar descerebrado ensayaría este aullido patriótico muchas veces ante el espejo y tal vez lo fuera repitiendo mentalmente para darse ánimos mientras el autobús de La Sepulvedana con las cortinillas corridas lo llevaba en compañía de sus secuaces hasta la Carrera de San Jerónimo. Cuando ese grito le salió de las tripas en la tribuna del hemiciclo el efecto fue inmediato. Los diputados se tiraron al suelo, pero una vez solventado el peligro de un golpe de Estado, como reacción a esa orden de quedarse quieto, de que no se moviera nadie, en Madrid una pequeña camada de jóvenes artistas, que se habían negado a andar a cuatro patas, comenzó la movida. Y ahí estaba Ceesepe.

Era todavía un Madrid de color marrón, con anuncios de diseño menestral, sin más color que el de los chorizos y los semáforos, pero con las cortinas corridas en el autobús La Sepulvedana los golpistas no podían ver lo que había cambiado la ciudad por dentro. Una generación de jóvenes estaba haciendo estallar bragas y braguetas en las esquinas de las plazoletas, en los descampados de los polígonos de extrarradio, en los túneles, en el suburbano. Algo inaprensible había en el aire que podía salvarte o hundirte. Fueron unos pocos artistas como Ceesepe los que hicieron que aquella generación se reconociera. Ceesepe mandaba los dibujos a las revistas del rollo, Víbora, Madriz y vivía a salto de mata, esto lo regalo, esto me lo hurtan, esto lo vendo, esto no lo cobro. Hasta que le llegó el primer éxito en París y en la feria de ARCO de 1984. Entonces se cumplió una vez más el principio de que la naturalela imita al arte. Después de ver los dibujos de Ceesepe todos los tíos modernos querían ser apaches, todas las chicas querían ser galácticas como en los comics de Ceesepe, que a su vez había excitado el genio de Almodóvar. La movida no fue nada, salvo que las tribus urbanas se pusieron a bailar, a bailar, a bailar en los lienzos de Ceesepe y se convirtieron en obras de arte.

Aquella fiesta terminó, pero Ceesepe sigue pintando. Su estudio en la calle Mayor de Madrid constituye un ejemplo del síndrome de Diógenes al revés. El abarrotamiento de enseres es una forma exquisita de acopiar objetos estéticos anti basura como en uno de sus cuadros atiborrados. Si quieres sentarte deberás buscarte la vida hasta encontrar un taburete roto y si te caes de espaldas, Ceesepe te verá en el suelo, sonreirá con los ojos y no dirá nada.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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