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POP | Rufus Wainwright

El adorable. El adorado

El genio neoyorquino sale triunfador del Teatro Real incluso en formato solista y su enorme repertorio le permite sobreponerse a una mala noche con la guitarra

Concierto de Rufus Wainwright, en el Teatro Real.
Concierto de Rufus Wainwright, en el Teatro Real. Jaime Villanueva

Mencionaba Rufus Wainwright poco tiempo atrás que le aburriría dedicarse a grabar solo discos de pop, puesto que es mucho más rico y diverso todo cuanto bulle en su cabeza. Aplicando ese mismo razonamiento, algo bien parecido deberíamos decir de sus conciertos solistas. Pudimos este sábado disfrutar como nunca de su portentoso torrente de voz y de una técnica más que sobrada al piano, pero la comparecencia en el Teatro Real nos privó de la prodigiosa riqueza armónica y rítmica de uno de nuestros grandes compositores contemporáneos. Tocaba disfrutar a Wainwright en estado virginal, y al neoyorquino le sobra repertorio y carisma para engatusarnos durante 105 minutos sin otra compañía que sus canciones desnudas. Pero todos sabíamos que allí, enfrentados a uno de los autores más imaginativos y complejos que ha dado la música popular durante las dos últimas décadas, estábamos resignándonos a prescindir de oropeles y ropajes, de una parte significativa de la información.

No se puede tener todo, así que nos conformaremos recalcando que este sábado tuvimos nada menos que a Rufus. Esplendoroso. Locuaz. Cautivador. En su salsa. Y, por supuesto, pletórico de inspiración. Apareció con una prudente camisa blanca y ese pelazo alborotado que despierta suspiros de envidia, pero el ingrediente estrafalario provenía esta vez de sus inenarrables mallas violetas con jaspeado color mostaza. Y nos suministró 20 canciones exactas en las que hizo hueco para casi todo: los éxitos, las debilidades personales, alguna rareza, su faceta clásica y, ¡oh!, un tema inédito. “Sí, me he puesto a escribir canciones nuevas”, anunció antes de dar cuenta a la guitarra de Only The People That I Love, una preciosa balada de acordes oscuros y tesitura contenida. Y la noticia sonó a gloria, teniendo en cuenta que su último disco, digamos, convencional (Out Of The Game) se remonta ya a 2012.

Conste que Wainwright sigue siendo mucho Wainwright en su discografía menos complaciente, como ese reciente Take All My Loves que le dedica a sus sonetos favoritos de Shakespeare. “Voy a tocar dos temas del nuevo álbum porque a mí me encanta”, anunció, casi desafiante, antes de ofrecernos When Most I Wink y A Woman’s Face y reivindicar la enriquecedora convivencia entre las formas clásicas y las populares. El problema es que el público operístico, por ejemplo, sigue aceptando solo a regañadientes su Prima Donna, mientras nosotros nos derretimos en cuanto escuchamos el patrón de piano en tres por cuatro de Vibrate.

Esa sencilla canción de amor, una de las más emotivas que ha conocido el siglo XXI (incluso con sus alusiones a Britney Spears y el karaoke), abrió un tarro de las esencias en el que no faltaron Out Of The Game, 11.11, la enorme The Art Teacher, la icónica Gay Messiah o, como segundo e inesperado bis, la bellísima Poses. Añadamos la vieja y ya poco transitada Danny Boy, la estremecedora tristeza de Zebulon o la olvidada y muy reivindicable Jericho, y deduciremos, claro está, que este sábado volvimos a enfrentarnos a un cancionero inmenso.

El resto fue puro Rufus: la promesa de que aprenderá español junto a su marido cuando se muden en otoño a Los Ángeles, el homenaje reiterado a las víctimas de la barbarie en Niza, los piropos a Plácido Domingo o la advertencia de que no pensaba hablar del Brexit “aunque In a graveyard me acaba de quedar muy escocesa…”. Todo eso y, por supuesto, el desparpajo arrollador.

Este sábado, por ejemplo, anduvo algo torpe con la guitarra, que le cerdeaba con demasiada frecuencia; erró una cejilla en Gay Messiah y olvidó por completo la letra de California, una canción repleta de acordes e inflexiones incluso en su vocación soleada. Cualquier otro habría querido que le tragara la tierra. Él se rio, nos hizo reír, salió del trance, se granjeó una de las grandes ovaciones de la noche. Rufus es así: El adorable en la inmensidad de sus cosas buenas, El adorado incluso cuando se le tuerce algún renglón. Una grandeza y un encanto como hemos conocido en muy pocos.

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