Courtney Barnett revienta los tímpanos del BBK Live
La guerrera australiana, sus paisanos de Tame Impala y el mesiánico Father John Misty regalan un cierre memorable al festival
Llevamos seis décadas buscando la piedra filosofal de la música popular, pero a veces se nos olvidan los pilares más básicos: una melodía rompedora, alguna combinación de acordes mínimamente inesperada y, puestos a pedir, una buena historia. La australiana Courtney Barnett cumple con todos los requisitos. Le importan un pepino los secuenciadores, las maquinitas, el software de Cupertino. A ella solo le interesan las canciones, la furia, el ruido e incluso el humor. En el escenario principal del BBK Live, ese en el que hasta los mismísimos Arcade Fire se quedaron escasos de vatios, la de Melbourne llegó con órdenes estrictas de reventarnos los tímpanos. Lo relevante es que todos las acatamos sin rechistar. Sus 60 minutos de tralla en la tarde del sábado constituyeron uno de los episodios más memorables de esta undécima entrega de la cita bilbaína, y más si los enlazamos con los otros dos inmensos conciertos sucesivos, los de Father John Misty y Tame Impala.
Barnett luce el pelo enmarañado y la cara de malas pulgas de Patti Smith, pero es más feroz, más volcánica. Ella misma se encarga de la excelente guitarra en su escueto trío de power-rock. Como The Police. Como The Jam. Por supuesto, como sus añorados Nirvana. Trasciende en su genética la huella de las chicas que llegaron antes, desde Liz Phair a, claro está, Chrissie Hynde. Pero su chute de vitaminas es más puro y reconcentrado que una ampolla de Hidroferol. No se mostró habladora, pero atesora puñados de buenas historias y hasta el desparpajo necesario para hincarle el diente a New speedway boogie, de Grateful Dead. Y con solo un par de epés y un disco a las espaldas, al menos Pedestrian at best y Nobody really cares if you don't go to the party sonaron ya a clásicos definitivos.
Era solo el comienzo de la tercera y fantástica última jornada en el BBK, que anunció una audiencia acumulada de 102.865 espectadores al echar el telón en la explanada del monte Kobetamendi. Después de la zurda mozuela de las antípodas, el barbado, mesiánico e inmensamente seductor Father John Misty sublimó el concepto de la teatralidad en un escenario rockero. El tipo relegado a la batería en Fleet Foxes y el autor de algunos discos acongojadísimos bajo el nombre de J. Tillman se erige ahora, de una sola tacada, en la reencarnación de los Eagles, Poco y John David Souther. Con la peculiaridad de que la cosa funciona. Maravillosamente.
Influirá su porte imponente, el de un moreno altísimo, conquistador y de media melena impecable, un Jesucristo Superstar que se erigió en el hombre más suspirado por la audiencia femenina. Pero sucede, sobre todo, que el Padre John es un compositor superlativo. Puede que When you're smiling and astride me fuera el momentazo de todo el fin de semana, una canción bellísima que él dramatiza retorciéndose en el escenario, cayendo fulminado de rodillas, mesándose los cabellos. Donde otros dejan entrever que operan con el piloto automático, y más en el desmadre de los grandes festivales, Misty se gana su caché a fuego.
A Grimes se le funden los plomos
Frente a las excelencias del sábado, remachadas con dos bandas tan hábiles y bombásticas como Editors y Foals, la jornada del viernes fue más yerma. Funcionaron los Pixies, huraños y expeditivos como les gusta, y con un nuevo álbum para el 30 de septiembre (Head carrier) que enloquecerá a sus seguidores más pertinaces.
Se la jugaron los Ocean Colour Scene, excelentes en su brit-soul con ecos de costa oeste, pero demasiado sutiles y baladistas para el contexto festivalero. Y lidió con la desdicha la pintoresca y alocada Grimes, sacerdotisa canadiense del nuevo synth-pop, que se presenta junto a tres bailarinas de pasos dislocados. Todo era visual y divertido (más para la vista que para el oído) hasta que falló un generador y el concierto se paralizó durante 17 interminables minutos. Una debacle para la pobre muchacha, la verdad.
No cejó el zalamero Joshua Tillman de alegrarnos el oído, la vista, el listado de titulares. Bramó, sollozó, se mostró enloquecido (The ideal husband) o amilanado. Y no paró de abalanzarse sobre las primeras filas, en una ocasión para agarrar el móvil de un seguidor y grabarse en pleno éxtasis escénico. Al finalizar, le devolvió el dispositivo y con voz pedregosa, como de galán hollywoodiense, anunció: "Creo que lo tenemos". Inmenso.
Curso de psicodelia
Envalentonada con tanta efusividad y pasiones desatadas, la multitud reculó hacia el escenario de Tame Impala y completó su inolvidable itinerario. Los australianos de Perth gustan de calentar la maquinaria con la escueta introducción de Nangs para vulcanizarse de inmediato con la apoteósica Let it happen, un curso acelerado de psicodelia que en directo acredita un salvaje poder euforizante. No se trata solo de una canción; es, más bien, un manifiesto, un axioma. Deja que suceda, amigo. Let it happen. Y que salga el sol por Antequera, Gandía o Bangkok.
El cerebro detrás de todo este invento, Kevin Parker, aún no llega a ser del todo carismático, pero ya no lo asociamos con aquel chico raro y absorto que parecía salir de la reclusión de su cuarto solo para ofrecer conciertos. Hoy es un maestro de la ambientación onírica y una fábrica de ráfagas interestelares tan alucinógenas como no se escuchaban desde Pink Floyd a la altura de 1971. Solo hay un pequeño inconveniente. El efecto del tema inaugural es tan salvaje que empequeñece hasta el fabuloso Elephant, por mucho que Kevin nos advirtiera: "Con esto os vais a volver locos". Y otros pepinazos adicionales, desde The less I know the better a Eventually, parecen trabajos menores en términos de riqueza compositiva. Quizá suceda que Parker esté aprendiendo a economizar. Sigue siendo un genio, pero ahora, además, anhela convertirse en un ídolo.
Babelia
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