Inminencias de algo
En París no sé no sucumbir una y otra vez a las tentaciones de las caminatas y de las librerías y las papelerías
Había un temblor de vísperas, la sensación de estar viviendo en los días anteriores a algo; algo que no se sabía lo que era, pero que ya pesaba sobre el presente, de una manera invisible, algo que marcaría una cesura en el tiempo, esos días y horas que adquieren de pronto el aire fotográfico de lo que se recordará, lo que se ve años más tarde en los documentales: gente vestida de época por las aceras, sentada en las terrazas, inconsciente del anacronismo de sus indumentarias, del aire arqueológico de los sombreros que llevan las mujeres y de los coches que pasan, modelos futuros de museo.
Ir por París era estar viviendo en ese preciso anochecer de verano y estar recordándolo años después, décadas al cabo de las cuales lo que en el presente era tan borroso revelaría sus líneas inapelables de devenir histórico. Debajo de los puentes, en las orillas del Sena, había multitudes de gente joven bebiendo y charlando, piernas desnudas colgando de los parapetos de piedra, un clamor de voces festivas como en una plaza de Madrid. La corriente del río era veloz y turbulenta, muy poderosa, con un brillo de lomo de gran animal marino bajo las farolas. Había plazas y bulevares atestados de turistas y muy cerca plazas y calles más estrechas en las que reinaba un silencio como de ciudad de otra época, París en blanco y negro de una foto de Brassaï. En el calor húmedo el aire era casi tan espeso como en una noche de verano en Nueva York, aunque sin ese olor a marisma del sureste asiático que da la mezcla de la humedad y la putrefacción de las basuras. El sol castigaba de día, reluciendo en la piedra caliza de los edificios. Después de meses de cielo gris y lluvia constante, las mujeres salían por primera vez a la calle con los hombros desnudos y las piernas muy blancas, los pies pálidos calzados con sandalias, las uñas recién pintadas de rojo.
Yo caminaba con la urgencia de aprovechar el tiempo que me dejaban libre mis obligaciones. Por motivos de calendario editorial los viajes que hago a París suelen ser en invierno. Ahora llegaba en junio, en el calor recién inaugurado de las noches de verano. El espesor del aire y la perduración de la claridad del día acentuaban una emoción de amplitud espacial y tiempo dilatado. La luz del atardecer duraba hasta las diez de la noche. En la Place Saint Michel la gente joven se bañaba en la fuente debajo de la estatua del arcángel en bronce, con sus alas desplegadas y su espada en alto, pisoteando a un demonio. Según oscurecía, el cielo cobraba un azul de diorama de película en tecnicolor, de noche artificial de cine. En muchas esquinas, en los huecos de portales de casas clausuradas, acampaban familias de gitanos rumanos, con una organización que se notaba más perfecta a cada ejemplo en el que uno se fijaba: uno o dos colchones, mantas y sábanas viejas, hombres y mujeres con niños, hombres solos o mujeres solas con niños, ninguno mayor de 10 u 11 años. Era como el Starbucks de la mendicidad: un modelo simple y de éxito en pleno proceso de multiplicación; un barullo de campamentos zíngaros junto a las tiendas de lujo y las luces de los cafés.
Donde estuvo durante muchos años la magnífica librería La Hune ahora había una sucursal de Louis Vuitton. Pero la librería de la esquina próxima, L’Écume des Jours, seguía abierta a deshoras y tan bien surtida y populosa de clientela como siempre. Como en los documentales de los años treinta, en las mesas de los cafés los lectores de los periódicos mostraban primeras páginas con titulares alarmantes que sin embargo parecían no tener relación alguna con lo que sucedía en el momento. París es la ciudad del clasicismo opulento de finales de siglo XIX en la arquitectura, pero también es una ciudad muy art déco, lo cual facilita mucho las invocaciones históricas. El referéndum sobre la salida de Reino Unido de la Unión Europea acababa de celebrarse, pero los resultados no se sabrían hasta la madrugada. En algunos de esos grandes quioscos que todavía quedan en París podían verse titulares de diarios españoles, también cargados de inminencia.
París era la inmersión en el espectáculo de la ciudad y en la gula de las librerías y la lengua francesa, hablada o escuchada o leída, que tiene la misma calidad suntuosa de la comida francesa, y que provoca en el aficionado que regresa a ella una cierta ebriedad ligera como de vino francés. En París no sé no sucumbir una y otra vez a las tentaciones de las caminatas y de las librerías y las papelerías. Muy cerca del Panteón, en la casa Dubois, que lleva allí más de un siglo, compré un cuaderno excelente del que no tenía la menor necesidad y un lápiz muy distinguido y muy afilado con un olor poderoso a madera. Con ese cuaderno y ese lápiz algo podrá escribirse que de otro modo no llegaría a existir. Volvía al hotel con la mochila cargada de libros de bolsillo y los pies doloridos. Diderot, Marguerite Duras, Cioran, los escritos memoriales de Roland Barthes, el del duelo por la muerte de su madre, los Fragmentos de un discurso amoroso, donde el estilo tiene una agudeza y una calidad confesional que a mí me hacen acordarme de Proust.
El insomnio se cría en las habitaciones de hotel como el musgo en las zonas de oscuridad húmeda. Me iba a la cama muerto de cansancio y el sueño se disipaba en el momento mismo de apagar la luz. En la lectura hay a veces un principio estimulante como el de la cafeína. Encendía la luz y escogía otro libro. En lo que leía encontraba indicios de una música dispersa que yo deseaba atrapar escribiendo, la música entrecortada y flexible, con intervalos en blanco, de Duras o Cioran. En una mesa de novedades había encontrado un libro de un autor ignorado por mí, Velibor Colic. Lo compré por el tacto sensual de las portadas color crema de Gallimard y su tipografía blanca y roja, y porque me gustó el título, Manuel d’exil. Podría haberse llamado también “manual de insomnio”, porque ya no me dejó dormir, y me duró una tarde más, y otra nocturnidad imprudente, y lo terminé en el avión de regreso. Colic es uno de tantos expulsados de las guerras de Yugoslavia. Llegó a Francia como refugiado con las manos vacías y sin saber el idioma en 1992. La novela cuenta el trauma del exilio, la dificultad de la adaptación, la herida de la memoria, en una primera persona que tiene el humorismo y el desgarro de un relato picaresco. Sucede a lo largo de los años noventa, pero es tan de ahora mismo como las imágenes de los refugiados caminando por las carreteras de Europa y congregándose junto a fronteras de alambradas. Pensé con admiración y gratitud que las mejores historias no son las que elige uno, sino las que no tiene más remedio que contar.
Abrí el ordenador porque no podía dormir y en la pantalla iluminada apareció en letras muy grandes el titular con el resultado del referéndum en Reino Unido.
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