El triunfo del bailarín filósofo
Gabriel Schenker deslumbra como el hallazgo estético de la Bienal de Danza de Venecia
La expresión bailada, hoy ya un arte tan mixto como global, bascula entre lo cerebral y lo que puede catalogarse como un “falso espontáneo”. Bailarines, performers, coreógrafos y directores escénicos apuestan por un naturalismo rigorista que va desde la indumentaria civil, que llega a la puerilidad y la pobreza, hasta una suerte de código del menor esfuerzo que debe ser analizado e interpretado en profundidad. No es que aparenten descuido, se trata de una estética que abandera el desenfado y un cierto déjà-vu ambiental. Esto pasa demasiado con algunos de los más jóvenes (hay excepciones), porque los platos fuertes de la Bienal de Danza que terminó ayer en Venecia, como son Anne Teresa De Keersmaeker y la Trisha Brown Dance Company, mantienen su verticalidad estilística y su presencia reglada al milímetro. Entre las excepciones de los nuevos creadores, resaltan dos: la italiana Lara Russo y el norteamericano radicado en Bruselas Gabriel Schenker (Washington, 1983).
Como Schenker ya estaba revelado al debutar en Venecia, podemos hablar de él como la gran novedad del festival, un trabajo preciosista y limpio que ha despertado no solamente admiración sino una rara unanimidad de la crítica y el público. El artista presentó Pulse constellations, pieza de 30 minutos sobre la composición Pulse music III (1978) de John McGuire, obra para cinta magnetofónica que hoy tiene con toda justicia la consideración de un nuevo clásico y que no conoció edición en disco hasta 2002. Schenker aporta su línea física y su concentración, además de un cierto empecinamiento motor, al que suma un uso muy inteligente de la planimetría estrecha, quizás influenciado por su formación de filósofo (ha hecho una tesis sobre Deleuze y Guattari) y por un obsesivo control que pone en liza baile y matemáticas. Se le puede definir como “el saltarello del siglo XXI”; quizás un manifiesto contra toda anarquía escénica, a la vez puede entenderse como una búsqueda liberatoria del solista y debe señalarse que Schenker apenas se mueve de un metro cuadrado del centro de la escena donde evoluciona veloz y conscientemente.
Por su parte, Russo presentó en la renovada sala de Armas del Arsenale el trío masculino Ra-me, lleno de geometría y buen gusto. Otros espectáculos de interés han sido Vortex temporum, de Keersmaeker con su compañía Rosas y con la música en directo de Gérard Grisey interpretada por el Ensemble Ictus; la compañía de Trisha Brown ofreció su sobrio programa con coreografías que se abren en un arco de casi un cuarto de siglo, desde Planes (1968) a For M. G.: The movie (1991). Las obras de Brown siguen siendo ejemplos de verticalidad estilística: no envejecen, sino al contrario, vistas hoy, adquieren un significado tan nuevo como justificado e influyente.
Virgilio Sieni unió a un grupo de no bailarines con los artistas del laboratorio en una Danza sulla debolezza acompañándose del percusionista Michele Rabbia, un resultado coral de integración que trae a la memoria algo que ya practicaba Alwin Nikolais en sus talleres, sentado él mismo a la percusión.
Este ha sido el último año de Virgilio Sieni como director artístico del sector de danza de la Bienal de Venecia, y ha querido, con toda intención, hacer un programa de síntesis que ponga en juego sus presupuestos teóricos y estéticos, sus intereses en la anuencia de bailarines profesionales y no danzantes (es decir, personas civiles que deciden participar en los montajes y a los que acuden mediante convocatorias abiertas) y sobre todo, en la comunicación entre música contemporánea y danza. Otro polo de atracción sobre el que ha incidido la programación es la nueva generación italiana de coreógrafos y coreógrafas que, algunos más hechos que otros, balbucean lenguajes a través del cuerpo expresivo.
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