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“En los próximos 30 años vamos a ver una España mucho más vacía”

El periodista Sergio del Molino recorre el desierto español para explicar las consecuencias del desapego al campo

Juan Cruz
Sergio del Molino en el café Doña Hipólita de Zaragoza.
Sergio del Molino en el café Doña Hipólita de Zaragoza.David Asensio (EL PAÍS)

Sergio del Molino nació en Madrid en 1979, vive en Zaragoza, donde ejerce el periodismo y escribe sus libros. La hora violeta (Mondadori, 2013), sobre su hijo fallecido, demostró una madurez que lo preparaba para cualquier hazaña literaria posterior. Ahora publica un libro insólito en un joven así: La España vacía (Turner), un recorrido por un país que agoniza despoblado y triste, casi inexistente, cuando en realidad ocupa el 53,2% de la superficie de España. Y lo veremos mucho más vacío, dice.

Pregunta. Es un libro sobre el silencio.

Respuesta. Es una de mis obsesiones como narrador. En una época en que todos queremos hablar hay gente que ha decidido no contar su historia, quedarse al margen. Esto me interesa muchísimo, aunque tenga que molestarles.

P. Es también sobre la soledad.

R. Del margen, de lo que eso conlleva. Todos queremos vivir en el centro. Pero hay mucho descampado, mucho margen, mucho espacio que no tenemos en cuenta, que no miramos, donde la gente se siente sola. Un espacio de abandono absoluto, y de resquemor. Me siento un poco parte de esos márgenes, así que cuando escribo de eso siento que estoy contando mi experiencia.

P. En ese descampado también hay odio.

R. Hay un odio antiurbano. Pero la estadística no justifica ese odio tipo Perros de paja que a veces aflora. No se odian más ni se odian menos que en las ciudades. Nosotros también funcionamos con una mecánica de aldea, los odios y las rencillas funcionan igual que en la ciudad.

P. Pero usted resalta algunos ejemplos muy simbólicos del odio rural. Esa heterofobia que usted describe se desarrolla por la desolación.

R. Y por el aburrimiento. Hay una teoría que dice que la falta de estímulos enloquece a la gente, que el aburrimiento acaba provocando un efecto parecido al de un daño cerebral y que la gente acaba tarada con el aburrimiento. Hay mucha gente en miles de pueblos en los que nunca pasa nada, pero cuando se produce un crimen se sitúan en el mapa. Hablo mucho del crimen de Fago, porque lo viví, estuve allí como periodista. Allí vive gente desde el año 1000, pero hasta que un tipo se carga al alcalde nunca había aparecido en ninguna reseña. No es culpa de los medios, pero por muchas cosas interesantes que pasen en esos pueblos vacíos no vamos a pararnos en ellos sino cuando pase algo monstruoso. Nos desentendemos de ellos y nos fijamos cuando aparece un monstruo.

P. ¿Ese desentendimiento es fruto de la desidia o de la industria?

R. De muchas cosas. Tiene que ver con las peculiaridades de la historia española. En el franquismo se produjo lo que yo llamo el Gran Trauma, en el que sí hubo una intencionalidad política, un plan exagerado de industrializar el país de forma salvaje, en muy poco tiempo, y eso generó unos desplazamientos forzosos de población. Y se fuerza a urbanizar el país en 20 años. Ahí es donde se exacerban los odios y se disloca todo. Todas las corrientes naturales de la historia española se rompen y se produce ese gran trauma: la incomprensión generacional, los jóvenes no entienden la añoranza rural de sus abuelos.

P. ¿Tiene todo eso consecuencias en el carácter español?

R. Tiene consecuencias económicas muy claras. Aquí sólo funciona una agricultura intensiva, hemos destruido el mundo agrario pequeño. Es imposible tener pequeñas explotaciones, como en Francia. Eso ha desestabilizado las comunidades y las ha convertido en lugares fantasma. Se ha creado un desapego hacia el campo en un país que era muy agrícola hasta hace dos días. Ha cambiado radicalmente el paisaje. En Francia son capaces de desobedecer las directivas europeas para proteger su campo. Ese desapego se traslada a una relación de desprecio hacia nuestra cultura y hacia nuestro propio país.

P. ¿Hay armonía en ese desastre?

R. No, no lo creo. Con el libro he descubierto que muchos no eran conscientes de esto que parece evidente. Estos años hemos hablado de la especulación, de cómo hemos asfaltado el país y lo hemos llenado de aeropuertos o autopistas vacías, pero no hemos relacionado ese discurso con la idiosincrasia de España, con ese desequilibrio y ese desdoblamiento desértico que tenemos.

P. ¿Cómo sigue viva esa España inexistente?

R. De forma muy sutil, muy desdibujada, con muy poca relación con lo fue esa España real. Pero a la vez de una forma intensa, porque los mitos tienen una ligazón mucho más fuerte y mucho más íntima. Está en esa gente que no ha vivido esa España vacía pero que procede de familias que abandonaron el campo hace dos o tres generaciones y mantienen muy vivo ese pueblo que llevan dentro. Quizá nuestra generación, la de los 70, es la que ha empezado a tomar conciencia de ese mito, y de cómo ese mito nos ha forjado y nos ha condicionado.

P. Profetiza que va a crecer el desierto, cuando esos padres o abuelos que quedan en el descampado se mueran o vayan a los hospitales.

R. Es que muchos pueblos ya no existen sino nominalmente. Pero a partir de las cinco de la tarde ya no existen. No es necesario visitar muchos pueblos para ver que son sencillamente geriátricos. Ya no hay ni cacique porque no hay nadie a quien someter. En 30 ó 40 años vamos a ver una España mucho más vacía, a no ser que pase algo –no se me ocurre qué—que cambie las tornas.

La destrucción de la guerra

Cuando el periodista Íñigo Domínguez volvió de Italia, donde trabajó, ya tenía hijos en edad de entender el paisaje, y uno de ellos le dijo, en medio de un pueblo que languidece: "España es fea". Por esa España ha viajado Sergio del Molino. "Y sí, es fea España. La hemos destruido por completo. La nuestra fue una guerra muy destructiva, casi tanto como la guerra mundial. Y no tuvimos el mismo gusto ni el mismo interés por reconstruir el país como el que hubo en el resto de Europa. Y luego se descuidaron los pueblos". Como sus colegas mayores Antonio Muñoz Molina y Julio Llamazares, o como antepasados más viejos, como Azorín, Cela o Delibes, él ha querido contar esos desiertos "que se siguen rompiendo". No es sólo la España vacía, es también la España rota.

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