La catarsis obsesiva de Ignacio del Valle
El escritor publica 'Soles negros', un duro retrato policial de lo peor de la España franquista
“En 2010 llegué a un tope mental. Hubo una especie de catarsis, muy bestia, que cambió mi manera de concebir la novela, mi manera de trabajar. Una de las conclusiones a las que llegué es que tienes que escribir lo que te apetezca en cada momento, aunque no venda, aunque no se publique. Soy muy gringo, trabajo como ellos, con el fracaso en el horizonte. Es difícil porque en muchos momentos depende de la pecunia, pero si no haces eso literariamente estás liquidado”. Con este arranque de honestidad brutal explica Ignacio del Valle (Oviedo, 1971) el proceso por el que, seis años después, publica Soles Negros (Alfaguara), un nuevo libro protagonizado por su personaje estrella, Arturo Andrade, ese policía franquista, miembro de la División Azul, de las SS y, sin embargo, con un reverso moral y una complejidad fascinantes.
Todos en el fondo tenemos un estropicio muy grande, un demonio con el que convivir
Tras su paso por la Alemania nazi a punto de ser derrotada en Los demonios de Berlín (y que tiene su vibrante continuación en el relato semanal Los días sin ayer, publicado en EPS), Andrade llega a Pueblo Adentro, Badajoz, para investigar la muerte de una niña. En una novela con ambiente de western -”era inevitable, tenía Centauros del desierto y Meridiano de Sangre en la cabeza mientras lo escribía” asegura el autor- la investigación le lleva junto a su inseparable amigo y ayudante, Manolete, por las entrañas de un Estado al que sirve pero que en cierto modo detesta y que ha creado una auténtica red de compra-venta de niños. Una red apoyada en la Iglesia católica y, además, justificada por el bien de la patria: “Mientras está sucediendo, de 1937 a 1980, todo dios participa: el sistema está en el ajo, la gente está ganando mucho dinero con esto y, además, sirve a un ideario nacional de propaganda. Es decir, todo confluye para que suceda y no se haga nada. Y en la Transición, que se hizo lo mejor que se pudo, no se puede empezar a apuntar a la gente porque te montan un golpe de Estado. Y ahora que sería el momento de empezar a señalar, los culpables ya tienen 90 años. Así de sencillo y así de terrible”, explica a EL PAÍS en una terraza de Madrid.
A pesar de mi educación en los Dominicos, no soy católico, me manejo con ética, no con moral. Pero luego en mis novelas hay un elemento bíblico en algunas partes
Del Valle es del tipo de escritores que usa la obsesión como motor vital y creativo. Obsesión, método, ética y amistad son los sustentos de su periplo por la vida y las artes. Como los antiguos, a los que tanto cita, como algunos personajes de Dennis Lehane y Cormac McCarthy, a los que adora. El protagonista de sus novelas purga un asunto muy sucio de su pasado. “Creo que todos en el fondo tenemos un estropicio muy grande, un demonio con el que convivir”, explica, con una mirada hacia el ser que ha creado cariñosa pero distante, más analítica que paternal, como si fuera un psicólogo.
Andrade es el fruto de una obsesión del autor por la historia, más que parte de un plan. “En El arte de matar dragones me interesaba contar el traslado del Museo del Prado y necesitaba unos ojos, una mirada. Entonces aparece, de manera muy desdibujada, Arturo Andrade. A medida que avanzas el personaje se define. Es un proceso de aprendizaje, que dura hasta que te mueres. Si no mejoras, es el momento de dejarlo” cuenta.
Tengo que tener clara la primera página y la última. El problema es la nebulosa que hay en medio
Pero las dudas aparecen, inherentes a la vida, como en su personaje. “Andrade está incómodo por lo mismo que yo: porque me hago preguntas. La realidad es una cosa muy compleja y solo tenemos acceso a una pequeña parte. Me creo mis propias certezas, como Andrade, porque sin certidumbres no se puede vivir. Creo en vivir bien, en viajar, en la literatura, en el cine y en la amistad desinteresada, total, por la que siento nostalgia”.
Andrade puede ser un hombre muy violento, pero tiene su límite: la vida de los niños. “A veces me he planteado romper el tabú. Me acojona, pero eso es el burgués que llevo dentro. A pesar de mi educación en los Dominicos, no soy católico, me manejo con ética, no con moral. Pero luego en mis novelas hay un elemento bíblico en algunas partes, porque toda esa educación está ahí”.
Trabajador cartesiano, ordenado y con todo programado, Del Valle tiene claras algunas cosas. “El título tiene que definir el contenido y tiene que ser llamativo. Tengo que tener clara la primera página y la última. El problema es la nebulosa que hay en medio, que hay que cruzar como podamos. Siempre he tenido en la cabeza la manera de contar de los americanos, menos Pynchon y dos o tres más a los que se les va la cabeza. Mi idea es McCarthy: contar las cosas de manera eficaz y hermosa. Los principios están ya en la Poética de Aristóteles. Por mucho que me cuenten, la última revolución literaria es de hace 400 años”, añade sin levantar el tono, pero sí con cierta vehemencia llevada por la pasión.
“Me interesa mucho la parte documental. Mi reto era transformar esa precisión en algo atmosférico. Se nota mucho las diferencias: en Los demonios de Berlín estaba obsesionado con los datos, como Johnathan Littell en Las benévolas, que es hiperrealista. Pero luego me di cuenta de que a McCarthy, por ejemplo, se la suda la precisión y vi que tenía que cambiar el rumbo, y esa es la pelea, la gran pelea en la que seguiré hasta que la palme”, concluye. Hasta la próxima catarsis.
Babelia
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