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Tom Odell, la alienación precoz

Agazapado casi siempre tras el piano de cola y extrañamente cohibido las pocas veces que se incorporó, el británico encarna la transición de los veintipocos a los veintitantos,

Tom Odell, en Madrid.
Tom Odell, en Madrid.Getty Images (Getty Images)

Se hace extraño que una estrella internacional comparezca a las siete y cuarto de la tarde, con el público aún intentando orientarse por el laberinto de pasadizos y escenarios, pero los festivales sin miedo al gigantismo propician estas circunstancias atípicas. Y así fue como Tom Odell, uno de los niños bonitos de la inagotable cantera épica británica, estrenó su recién nacido segundo disco, Wrong crowd, para un millar de fieles madrugadores. Es muy probable que esta entrega, más sesuda y atormentada, no alcance ese millón largo de ejemplares con el que Long way down (2013) le convirtió en el émulo perfecto de Chris Martin. Pero la intensidad de este rubito del piano, un muchacho abonado siempre a un cierto pathos, augura muchas noches de gargantas desgañitadas en cuanto sus fieles interioricen el nuevo repertorio.

Agazapado casi siempre tras el piano de cola y extrañamente cohibido las pocas veces que se incorporó, Odell encarnaba ayer la transición de los veintipocos a los veintitantos, una especie de irrupción tempranera en la edad adulta. Tal vez por eso mismo, ahora ya no se parece tanto a Coldplay como a Supertramp, un ascendente particularmente flagrante en ese Still getting used to being on my own que le sirvió para abrir fuego. Ese mismo influjo aflora sutilmente con Here I am o en el renovado swing de Another love, el primero de sus éxitos y (he aquí la única mala noticia) todavía hoy la mejor de sus canciones.

El puntito de martilleo electrónico en Wrong crowd, el nuevo tema central, aportaba un regusto obsesivo, como de contemporánea alienación precoz. Tom Odell nació con los noventa y aparenta aún menos años que nuestros sobrinos, pero está abonado al dramatismo, al grito compungido (Can't pretend), a la vocación apoteósica. Por eso de las segundas voces no sólo se ocupa su corista negra, sino la cohorte íntegra de músicos. Y por eso un segundo percusionista refrenda la batería principal. El efecto es particularmente conmovedor en las piezas de estructura creciente (Concrete). Como le gustaría, en definitiva, hacer a Rick Davies en Supertramp.

Alison Mosshart, de The Kills, en Mad Cool.
Alison Mosshart, de The Kills, en Mad Cool.

Con las últimas luces del día, The Kills llevaron la negritud hasta a la realización audiovisual, con las pantallas gigantes ilustrándonos en un blanco y negro crudo y atractivo. Podía servir como definición para lo que llegaba hasta nuestros oídos, con las guitarras turbias y pantanosas, la melena rubia de Alison Mosshart tan enmarañada como su voz dramática y los chispazos de electrónica y ritmos pregrabados reformulando el sonido tradicional del blues. A principios de siglo resultaban perturbadores y hoy puede que se hayan hecho más livianos. Pero igual no tanto por ellos como por el contexto: otras formaciones como The White Stripes o Black Keys han contribuido a que la música de los 12 compases alcance todo tipo de paladares.

Lori Meyers, en su actuación en Mad Cool.
Lori Meyers, en su actuación en Mad Cool.Kiko Huesca (Efe)

La sesión empezó divertida y se fue desdibujando, entre otras cosas por la desbandada de asistentes que acudían al encuentro de Lori Meyers, siempre tan efectivos en el contexto festivalero, o a procurarse un buen rinconcito para The Who. Pero los más desdibujados de todos resultaron ser los barceloneses Manel, que estrenaban su cuarto disco en la capital en condiciones desfavorables de tiempo y emplazamiento. "Sois gente muy amable. Sois gente muy atractiva también", anunció el cantante, Guillem Gisbert, con su prosodia habitual. Pero no era día ayer de cariños ni calorcito con el cuarteto catalán, agravio que habremos de reparar bien pronto.

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