Retrato del promotor musical como deportista de riesgo
Alfred Crespo, codirector de la revista Ruta 66, relata con sentido del humor y sin amargura sus experiencias como promotor en el libro 'No hay entradas'
Es formular la primera cuestión y Alfred Crespo (Barcelona, 1965) nos lee ya, directo y sin cortapisas, el titular que teníamos en mente: “Realmente esto es un deporte de riesgo: se habla mucho de las marcas patrocinadoras y parece que todo el mundo te ayuda a todo, pero las cosas pueden salir bien o meterte unas tortas curiosas”, nos comenta acerca de un negocio que requiere “cuadrar licencias, que la sala esté libre, lidiar con el ayuntamiento de turno... y cuadrar los números”. Crespo, conocido dentro del mundillo como Coco -para los amigos- es en la actualidad codirector de la revista Ruta 66, biblia rockera por excelencia de la prensa musical estatal desde hace más de 30 años, pero durante cerca de una década estuvo inmerso en las procelosas aguas de la promoción de conciertos de rock en su ciudad.
Una tarea materialmente no muy agradecida cuando se trabaja con bandas mayoritariamente de culto, adscritas a los estilos más vigorosos y poco adulterados de la genealogía rock, y que él desarrolló durante la práctica totalidad de la primera década de los 2000. Ahora se ha decidido a exorcizar aquellos demonios, a plasmarlos en negro sobre blanco, cargado con arrobas de sentido del humor y decenas de bienintencionados consejos para la legión de incautos que aún se lían la manta a la cabeza para prosperar en tan inestable negocio. Lo ha hecho en No hay entradas. Experiencias de un aspirante a promotor (66 rpm Edicions), libro titulado con el cartel que tantas veces le hubiera gustado colgar en la puerta donde se celebraban sus eventos. Un libro ameno y divertido, que se abre con un prólogo de excepción, una conversación con Gay Mercader, pionero de los grandes conciertos en Barcelona. Un tipo al que Crespo define como “el master de esta profesión”, y al que defiende no solo desde el reconocimiento que se le rinde en el presente, sino también por lo que hizo en el pasado: “Cuando se le ocurrió traer a los Rolling Stones, en el 76, le llovían los palos, era casi un suicidio, porque incluso llenando, a 900 pesetas la entrada, palmabas pasta”, recuerda.
La de Mercader y la de otros tantos es la historia oculta y menos reconocida de este negocio, en el que a veces da la sensación de que el público dé por hecho que los conciertos se montan solos y los imponderables y las trabas administrativas no existen. Hoy en día hay decenas de masters e incluso grados universitarios que instruyen en esa labor, pero durante décadas ha sido un proceso de prueba y error. O de aprender a base de palos. “Esos cursos sirven, porque ahora negocias no solo con managers, sino también con asesores fiscales y abogados, pero siempre hay que tener en cuenta que solo con la teórica no vas a ningún lado”, asevera sobre la profesionalización del sector. Y lo dice con conocimiento de causa: Nikki Sudden y The Jacobites pasando la gorra para recaudar dinero en un bolo al que llegaron tarde y oficialmente se había dado por cancelado, Jonathan Richman saliendo escopetado de una sala -casi a la fuga, como un delincuente- para no perder el último ferry que tenía que llevarle a Mallorca ante su pánico a los aviones, los Buzzcocks -emblema del punk británico- bebiendo Moêt Chandon en vasos de cubalitro o un Viggo Mortensen asediado entre la multitud, recabando además toda la atención mediática que la banda Rocky Mountain -amigos suyos- no parecía merecer sobre el escenario.
Esos son solo algunos de los momentos más irrepetibles vividos en su trayecto, en el que la orgía tóxica de los australianos Beasts of Bourbon se lleva (“sin duda”, confiesa) la palma como momento más peliagudo: “En general todas las bandas con las que trabajas a este nivel son gente maja, pero cuando has de lidiar con un grupo en el que todos se meten heroína, te pueden dar la noche”, rememora acerca de una velada en Sidecar que no dudaría en repetir, si fuera el caso, porque “el drama es antes y después, pero la hora y media de concierto que ofrecieron fue increíble”.
Metido entonces hasta las trancas en un negocio que carece de sentido si no es abordado desde la pasión, reconoce que jugar con bandas de géneros bastante codificados (power pop, punk rock, garage rock) reporta “un público no mayoritario, pero sí fiel, que te da unas referencias”, al tiempo que asume que si un grupo no les gustaba, no lo traían: “Yo no me metería a traer un grupo de free jazz o de blues, por ejemplo”. Seguramente en ese complicado equilibrio entre la visceralidad del fan y la frialdad del tipo que ha de cuadrar los números resida la virtud de todo este tinglado, aunque él certifique no tener del todo claro si cosechó ese logro: “Creo que eso es lo que yo nunca supe hacer: me vendían a Federation X, un grupo de punk con un cantante con máscara antigás y con discos cojonudos, y sentía que tenía que traerlos, pero luego vendías 25 entradas. O con los mismos Baseball Furies”, recuerda. Y razona: “Si no tienes el punto de fan no te has de dedicar a esto, pero si eres demasiado fan también tienes bastantes posibilidades de pegártela”.
Tras años de brega, quedan -no obstante- algunas certezas. Que los conciertos en sala funcionan mejor en Madrid que en Barcelona, porque “por estadística, allí siempre es un 50% más de taquilla que aquí, porque para ir garitos como el Wurlitzer la gente no se espera a que termine un concierto”. Que las bandas tributo son un fenómeno rentable que no supieron ver a tiempo: “Son el gran negocio, pero nosotros no controlábamos a los fans de U2 y no supimos llegar a ellos cuando trajimos a una banda italiana que creo que suena mejor incluso que U2 ahora”. Y que el público de leyendas consagradísimas como Springsteen es “el menos rockero del mundo”, una conclusión a la que llega tras años trayendo a Marah, Willie Nile o Elliott Murphy, excepcionales músicos con los que el de New Jersey comparte coordenadas, y que siempre se han movido en cifras misérrimas: “Si los fans de Springsteen escuchasen a Southside Johnny se matarían a pajas, pero no los mueves de allí, y algunos discos de Elliott Murphy con mejores que algunos de Springsteen, pero se ha perdido la curiosidad”, afirma un ex promotor que mira al pasado con sorna y sin asomo alguno de ira. “No trato de desanimar a nadie ni tampoco de ir de víctima, abordo todo esto con humor porque me lo he pasado como un enano”. Y no cuesta nada creerle.
Algunas certezas
Tras años de brega, a Alfred Crespo le quedan algunas certezas. Que los conciertos en sala funcionan mejor en Madrid que en Barcelona, porque “allí siempre es un 50% más de taquilla”; las bandas tributo son un fenómeno rentable; y el público de leyendas como Springsteen es “el menos rockero del mundo”, una conclusión a la que llega tras años trayendo a Marah, Willie Nile o Elliott Murphy, excepcionales músicos con los que el de New Jersey comparte coordenadas, y que siempre se han movido en cifras misérrimas: “Si los fans de Springsteen escuchasen a Southside Johnny se matarían a pajas, pero no los mueves”, afirma un expromotor que mira al pasado con sorna y sin asomo alguno de ira. “No trato de desanimar a nadie ni de ir de víctima, abordo esto con humor, me lo he pasado como un enano”.
Babelia
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