La corte de Springsteen
Jon Landau convirtió a un rockero de club en el centro de una religión multitudinaria
Ha pasado por España el constructor del mito de Bruce Springsteen. Es noticia ya que, en 2011, sobrevivió a una cirugía cerebral que le dejó maltrecho. Hablamos de Jon Landau, el crítico musical que teledirigió la emancipación de Springsteen de su primer manager. Ya al volante de su carrera, Landau le guió durante su ascensión a Gran Símbolo de América, portavoz de la clase trabajadora, incansable pateador de escenarios y demás superlativos.
Seguramente, Bruce es la superestrella con mayor recursos musicológicos a su servicio. También tiene a Dave Marsh, autor prolífico con cuatro libros sobre Springsteen. Marsh está casado con Barbara Carr, segunda de a bordo en Jon Landau Management; a la mínima, sale a la defensa de Bruce.
Landau y Marsh encarnan la hegemonía cultural de los nacidos después de la Guerra Mundial. Landau está al frente del Comité de Candidaturas del Rock & Roll Hall of Fame, donde cuenta con Marsh y otros cómplices en la misma onda. Desde aquí, cuesta imaginar la importancia de los Salones de la Fama en la vida estadounidense. Digamos que son el equivalente a la Real Academia Española y similares: un reconocimiento de tus iguales y un serio empujón a tu carrera, si todavía estás en activo.
El Rock & Roll Hall of Fame entroniza anualmente a artistas con más de 25 años de actividad discográfica que -tras recibir el visto bueno del Comité de Landau- se someten a votación. Hasta tiempos recientes, los beneficiarios finales eran generalmente integrantes del santoral de la revista Rolling Stone (su propietario, Jann Wenner, es otro de los poderes en la sombra en el Hall of Fame). Puedo testimoniar que los procedimientos se seguían, en menos en vida de Ahmet Ertegun: cada año te mandaban el formulario ¡y una casete con canciones de los aspirantes!
En los últimos años, con la renovación del Comité, se han colado artistas que anteriormente resultaban demasiado “comerciales”. Para espanto de los baby boomers, un artista tan comprometido como Tom Morello impulsó la candidatura del grupo Kiss, hasta entonces anatemizados (“demasiado infantiles”) por Marsh; Questlove, cabecilla de los impecables Roots, logró el ingreso de Hall & Oates, pareja con la que comparte origen (la ciudad de Filadelfia).
El actual Hall of Fame ha adquirido un aire de ciudadela asediada, debilitada por prejuicios tecnológicos y xenófobos. Asombra su extraña definición de rock & roll, que acepta los collages del hip-hop pero no traga el tecno: nunca ha aceptado a Kraftwerk o Giorgio Moroder, cuyos ecos resultan omnipresentes.
En realidad, más que por esas anomalías, yo quería preguntar a Landau por su jugada magistral: la conversión de un rockero de club en el centro de una religión multitudinaria, altamente ritualizada. Cierto, plantearlo así resulta ingenuo: Springsteen ha querido ser el señor de los grandes recintos, aunque de vez en cuando patine y diga “¡hola, Ohio!” cuando se halla en Michigan. Y Landau está feliz con esa decisión. Se necesita una seria fortuna para desarrollar su verdadera pasión: el coleccionismo de arte del Renacimiento y el siglo XIX. La vida es así de rara.
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