Pedro González, intranquilo, disidente, conflictivo
Pintor y alcalde de la ciudad tinerfeña de La Laguna, era el padre del político socialista Pedro Zerolo
Unas horas después de que a su hijo Pedro González Zerolo, joven luchador por la libertad, volcánico líder de los derechos de los homosexuales y de los marginados, le pusieran el nombre de una plaza en el Madrid de Chueca, murió en La Laguna (Tenerife) su padre, el pintor Pedro González, que nació en la isla en 1927 y cuyo arte ejerció una enorme influencia dentro y fuera de Canarias. Fue también, como su hijo Pedro, un activista político; fue alcalde democrático de la ciudad en la que ha muerto, y favoreció, antes y después de ejercer ese cargo público, una importante tarea de dinamización de la cultura y de las bellas artes. Él fue quien más batalló para darle rango universitario a las disciplinas a las que dedicó su vida.
Pedro González era de profunda raigambre republicana, y esa herencia la pasó a su hijo Pedro, que murió hace un año. Cuando falleció Pedro Zerolo (que adoptó el apellido de su madre, fallecida mucho antes) ya el pintor estaba tocado por una enfermedad que le impidió culminar los innumerables proyectos pictóricos en los que se empeñó. Su casa, en la parte más campestre de La Laguna, era también su estudio; aun enfermo, siguió pintando hasta que ya no pudo más. Su estilo varió de la abstracción más rabiosa hasta el testimonio más comprometido, pero jamás abandonó ni sus colores, ocres, volcánicos, rojos, marinos, ni su manera de concebir el arte: como un fenómeno en movimiento, que no puede estar ajeno a la influencia exterior ni a la naturaleza del alma del artista.
Transitó, pues, de la descripción pictórica de la soledad del hombre (Hombre solo) al fenómeno que conmovió la vida de Canarias (y del continente europeo, ahora mismo): la llegada de refugiados del hambre, los que llegaban en pateras a las orillas del archipiélago en los años noventa. Su pintura era poética, siempre lo fue, pero se fue haciendo cada vez más concreta, más relacionada con el mundo en el que vivían, o malvivían, los otros. En cierto modo, esa pintura se fue pareciendo cada vez más a él como hombre público, comprometido con la realidad de su territorio insular, a la que se enfrentó como un cosmopolita que atrajo artistas y tendencias de todas partes y desde la que enseñó su manera libérrima de acoger o rechazar influencias hasta ser él mismo, rabiosamente libre.
Domingo Pérez Minik, acaso con Pedro González, María Rosa Alonso y Manuel Padorno el artista más influyente en el siglo XX de las islas entre quienes ya no están, dijo de él que era “intranquilo, disidente y conflictivo; nunca nos deja en reposo”. Visto desde las perspectivas de las dos desapariciones, la del padre y la del hijo, cabe hablar así de ambos: Zerolo y Pedro fueron intranquilos, disidentes, nunca nos dejaron en reposo. El pintor también fue, en el ámbito insular, un revolucionario que no dejó tranquilo a nadie, ni como pintor ni como político, oficio que ejerció pero que no fue la sustancia de su vida sino en un sentido. Siempre fue político, y disidente; intervino en polémicas, fue un exiliado moral en Venezuela (donde nació su hijo Pedro), creó tertulias, editoriales, dirigió páginas literarias, fue un ciudadano que intervino para intranquilizar, para acabar con la indiferencia, para crear conflicto y agitar la quietud canaria. Ese es uno de los vacíos que dejan tanto este Pedro como aquel Pedro en el archipiélago, pues en la posguerra y en el franquismo Pedro González mantuvo (con Pérez Minik, con otros) la llama de la voluntad republicana, y ya en democracia otra vez no soportó la galbana civil y siguió trabajando para que ese espíritu del que venía siguiera vivo entre nosotros. Fue, como decía para otro propósito Pérez Minik, un disociador, un inconforme. Como Pedro Zerolo, vale decir de nuevo.
Fue, desde el principio de su pintura hasta el instante final, el pintor del desasosiego; hasta aquellos cuadros gigantes del paisaje insular, en los que mantuvo la abstracción fundamental de su estilo, reflejan esa inquietud vital, ese existencialismo isleño que plasmó también en los gritos de esas personas que, ya en este tiempo, arribaban a la isla para dar testimonio de su dolor y de su miseria.
Luis Ortega lo asoció, cuando Pedro inauguró su exposición final, sobre las pateras, a otros artistas del dolor, como Goya, Munch o Picasso; Carlos Díaz Bertrana, uno de sus grandes estudiosos, dijo de él: “Siempre ha estado comprometido, con el arte y con la sociedad de su tiempo”. “Contra la turbiedad de la mirada indiferente pinta Pedro González”, escribió en ese catálogo del dolor emigrante otro de sus grandes amigos, Fernando Delgado.
Nada le fue indiferente, ni la soledad, ni la ciudad, ni la dictadura. Nada. Siempre estuvo comprometido, y ejerció un liderazgo basado en el rigor y en la exigencia de sus compromisos. Esta coincidencia entre el aniversario de su hijo y su propia muerte es también una metáfora final, también dolorosa, de esos paralelismos que padre e hijo trazaron ante la pared humana que es la vida.
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