El hombre que susurraba a los toros
José Muñoz es el mayoral de Cuvillo y el protagonista silencioso de una fábula que unió a Talavante con 'Tramposo'
No estaba escrito que Alejandro Talavante y Tramposo fueran a reunirse en Las Ventas el pasado viernes. No estaba escrito siquiera en las notas manuscritas de José Muñoz, mayoral de Núñez del Cuvillo y custodio del viaje que las reses del hierro gaditano emprendieron a Madrid después de cuatro años, algunos meses y unas horas. Las 12 horas de camión que resistieron los toros, acaso contrariados por el contraste de la vida en libertad y la reclusión claustrofóbica de un vehículo pesado que desprendía el olor del queroseno como si fuera un mal presagio o un veneno.
Allí estaba con los toros José Muñoz. Porque siempre ha estado con ellos. Cuando nacen. Cuando los destetan. Cuando los hierran. Cuando los hacen correr. Cuando se permite incluso pasear entre ellos. A caballo. Y a veces, a pie, concediéndose José una suerte de superstición franciscana. Y hablando con el hermano toro, no exactamente con palabras, sino con interjecciones y onomatopeyas. Para hacerse comprender mejor.
Y para tranquilizarlos cuando el camionazo viaja de Vejer de la Frontera (Cádiz) hasta Madrid, sorprendiendo a los demás conductores —Transporte de animales vivos— e ignorando estos que los cuvillos le han quitado el sueño a tres toreros. Y a José también, tanto que le preocupa al mayoral que sus criaturas —suyas son— se demuestren fieras y bravas en Las Ventas.
No ha viajado Tramposo. Lo ha descartado el ganadero. Demasiado basto quizá, desprovisto de la armonía que busca la casa en la extrapolación taurina del canon de Polícleto. Cuello largo, finos de cabos, sienes estrechas, guapura, mucha guapura.
Y guapo no es Tramposo, aunque el color de su capa haya desconcertado tanto como un mirlo blanco y un cisne negro. Jabonero, es jabonero. Jabonero sucio, una contradicción terminológica que los aficionados asumen sin grandes reflexiones para reconocer el color amarillento claro de Tramposo. Que han ido a buscarlo de vuelta con el camión porque los veterinarios descartaron la mitad de las reses que escogieron Núñez del Cuvillo y su mayoral. Les faltaban trapío, decían, aunque no es la primera vez —ni la última será— que los expertos incurren en la arbitrariedad y desquician a José. Que se había traído lo mejor. Y que se había dejado a Tramposo porque el toro no tenía nota ni hechuras de embestir. Ni tampoco grandes cualidades. Se las encontró Talavante desde el descaro, el arrojo y la temeridad, hecho un tío.
Puede que haya decidido cortarle la cabeza. Inmortalizar a Tramposo con los honores de trofeo de guerra. Colocarle un cartelillo que recuerda la proeza. Y evocarlo cada vez que se cruce con la testa del toro en su finca de Extremadura. Temblará Talavante al verlo, como tiembla José cuando sus fieras expiran en sus últimas embestidas.
Estas cosas no las entienden los antitaurinos. No comprenden que José susurre a sus toros. Que los cuide en la vida y los aplauda en la muerte. Que los acompañe en todos los rituales. También en el sorteo, cuando las cuadrillas enlotan los animales —tres papeletas y dos toros en cada una de ellas— y echan la suerte en la oscuridad de un sombrero. Le contarán los hombres de plata a Talavante en el hotel que le ha tocado el jabonero. Y se lo explicarán de la manera más edulcorada y eufemística. Y le dirán que Tramposo es un toro guapo.
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