África mira al futuro sin renegar del pasado
Los nuevos trabajos de Bombino, Konono Nº1, Imarhan o Mbongwana Star ratifican el excitante campo de pruebas en el que se ha convertido el continente en los últimos años
¿Recuerdan aquel lugar común de los años 90 que afirmaba que el futuro del fútbol estaba en el continente africano? Pese a la pujanza de escuadras como Camerún o Nigeria, aquella profecía nunca llegó a concretarse del todo. En términos musicales -y me disculparán quienes dispongan de años de peritaje en sus muchos vericuetos- da la sensación de que, desde ese prisma occidental con el que mayoritariamente calibramos todo, tampoco hemos avanzado demasiado en nuestra acepción de las músicas de aquel continente. No se trata de que los muchos estilos que allí se se cultivan no hayan evolucionado o progresado, dando lugar a excitantes aleaciones, que sí lo han hecho. Se trata más bien de que rara vez su música pop sale de sus confines naturales para recabar un interés que trascienda el ámbito del aficionado a las sonoridades étnicas o a aquella paternalista etiqueta de world music, simplemente por su virtud intrínseca.
Sí, los músicos africanos gozan de mucha más presencia en los medios occidentales que hace unos años, y nuestros festivales también los programan con más asiduidad. Pero sigue siendo mucho más fácil que gocen de amplia cobertura mediática cuando son Damon Albarn o Vampire Weekend, por ejemplo, quienes les avalan. Más o menos lo mismo que ocurría con Paul Simon, David Byrne o Peter Gabriel hace 30 años. Y en esto, también se suponía que tres décadas alentaban mayor evolución.
El caso es que cada vez hay menos motivos para asignar a sus músicos una condición vicaria respecto a sus homólogos occidentales, y sí para una valoración según parámetros más ecuánimes, sin recurrir a nuestro cómodo y habitual marco de referencias. Muchos de los discos que se han facturado en lo que llevamos de año lo prueban. Es el caso de algunos de los más frescos emblemas del rock tuareg, esa mina con la que poder abundar en sus similitudes con el blues, en un paralelismo algo reduccionista que, en algunos casos, no hace justicia a sus artífices.
Un caso evidente es el de Bombino, habitual de nuestros escenarios. O lo que es lo mismo, Omara Moctar (su nombre real), el músico de Níger que ha editado un quinto álbum, Azel (Partisan, 2016), en el que también hay ecos de rocksteady (en Iwaranagh (We Must)),de rock sin denominación de origen (Timidiwa (Friendship)) e incluso de reggae (Timtar (Memories)). No es de extrañar que haya sido Dave Longstreth (Dirty Projectors) el encargado de tomar el relevo a Dan Auerbach (Black Keys) a la hora de producirlo en Nueva York: es el mismo hombre que fue capaz de llevar el Damaged (1981) de los hardcoretas Black Flag a su propio terreno, en aquella fascinante reconstrucción desde presupuestos experimentales que fue Rise Above (Dead Oceans, 2007).
Tres cuartos de lo mismo cabe decir de Imarhan, la banda radicada en Argelia que, desde su propia web, emite un comunicado fundacional que es, a la vez, toda una declaración de intenciones: romper con los tópicos asociados al rock tuareg para fundir el groove funk de los sonidos del África occidental con el folk del Sahara y el raï argelino. Una simple escucha a su álbum de debut, Imarhan (City Slang, 2016), sirve para certificar que en temas como Tarha Tadag, Tahabort o Ibas Ichikkou, lo consiguen. Por mucho que Sadam, su frontman, sea primo de Eyadou Ag Leche, miembro de Tinariwen, quienes al fin y al cabo son los estandartes del género en las últimas décadas. ¿El blues del desierto africano? Mucho más que eso, sin duda.
Más aventurados aún resultan los últimos cruces entre la tradición africana y la electrónica, si nos desplazamos mucho más al sur. Lo que plantean los congoleños Mbongwana Star en su debut, From Kinshasa (World Circuit, 2015), va en esa dirección, porque lo único que les une remotamente a algo parecido al blues es uno de sus temas, Coco Blues. El resto es una contagiosa forma de filtrar su tradición a través del dub (el tema titular), marcarse soflamas bailables que recuerdan a los Stereo MCs (Masobélé), destilar afro funk líquido (Nganshé) y evocar a sus propios espectros con una pericia digna del Ghost Town de los Specials, en un tema como Kimpala. También saben invocar el trance en piezas fervorosamente hipnóticas y tribales como Maluyaki, con la colaboración de sus paisanos Konono Nº1.
Y es que con Konono Nº1, quienes también acaban de despachar un nuevo trabajo, hemos topado. Su celebridad en toda Europa tuvo mucho que ver con el éxito de aquel proyecto que bautizaron como Congotronics Vs Rockers (y que pasó por festivales como el FIB, en 2011), aunque tanto sus anteriores trabajos como la colaboración junto a Björk para dar forma a su Earth Intruders (el abrasador tema que abría su Volta, en 2007) les había ya dado visibilidad unos años antes. Ahora, en su reciente Konono Nº1 meets Batida (Crammed, 2016), incitan de nuevo al estado de trance con la colaboración de Batida, el proyecto del portugués -nacido en Angola- Pedro Coquenão, responsable de la fusión del kuduro angoleñocon otros ritmos tradicionales y con la electrónica. Sus ocho canciones son una invitación al baile y a la hipnosis, con dos hermanamientos ejemplarmente logrados: el de los sonidos de Angola y el Congo, y -lo que es aún más importante- una integración entre el latir humano y el de las máquinas, entre lo orgánico y lo electrónico, que ya quisiera para sí cualquier trabajo gestado en nuestro entorno más cercano. Otra vez, música que no entiende de fronteras y mira con descaro al futuro.
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