Sinatra se toma la revancha
¿Dónde está J. G. Ballard, ahora que lo necesitamos? Verán: en Palm Springs, residencia de descanso del sueño americano, en octubre se celebrara la castración simbólica de los insurrectos de la década prodigiosa. Por un caché de (dicen) siete millones de dólares para cada artista, acudirán mansos los grandes supervivientes.
Algunos son habituales de los conciertos privados para potentados o corporaciones; otros, se resistían por un prurito contracultural. Finalmente, hasta cascarrabias tipo Neil Young y Roger Waters pasarán por el escenario del Empire Polo Club (repitan conmigo: Club-de-Polo-Imperio). No hay coartada cultural: ni se entrega el testigo a bandas jóvenes ni se honra a los pioneros. Esto ocurre fuera de la Historia.
Se supone que el Desert Trip será un festival. Un festival de rock donde –cuidado- puedes ser expulsado, incluso detenido, si te quitas la ropa, si armas follón y, desde luego, si llevas drogas. Transcurrirá a treinta kilómetros de Palm Springs, el Sotogrande del Partido Republicano; aquí se retiraron presidentes como Eisenhower y Ford.
Se desarrollará además en el momento perfecto: imaginen que en 2017 Trump está en la Casa Blanca e intenta la deportación masiva de inmigrantes. Como cualquier otro paraíso californiano, Palm Springs depende de los hispanos. Son esenciales para la agricultura y, sobre todo, en el sector terciario: un oasis creado en medio del desierto requiere ejércitos de sirvientes.
¿Se avecina una crisis? Quién sabe: Palm Springs no tiene tanta memoria. Fue creado hacia 1934 por el actor Charles Farrell, como refugio discreto para estrellas del show business. Hoy, las calles llevan sus nombres: Frank Sinatra, Dinah Shore, Bing Crosby, Ginger Rogers. Farrell entendió que eran la aristocracia de América y que los nuevos ricos querrían su compañía.
Una comunidad dedicada al ocio: golf, piscinas, eventos benéficos. Que aspira a ralentizar el deterioro físico mediante el cuidado de la salud, el mimo al cuerpo. El Morrow Institute, especialistas en cirugía estética, está cerca del Betty Ford Center, expertos en adicciones. Está implícita la promesa de longevidad: uno de los pilares de Palm Springs, el cómico Bob Hope, murió con cien años recién cumplidos.
Pero el tono de Palm Springs fue definido por Frank Sinatra. Impuso el modernismo al contratar al arquitecto E. Stewart Williams. Estableció complicidades con el Departamento de Policía, el más comprensivo de todo el Estado: resulta revelador que Palm Springs carezca de tradición literaria en novela negra, a diferencia de la otra gran colectividad de millonarios jubilados, Santa Barbara.
Aunque detestaba el rock, Sinatra hubiera aplaudido el concepto del Desert Trip. Es el antiWoodstock: público segmentado según su poder adquisitivo, un control de los asistentes que hasta prohíbe introducir instrumentos musicales, unos espectadores a los que solo se les permite consumir. La negación del espíritu democrático, del aliento igualitario subyacente en el rock de los 60. Su única narrativa es la exhibición del dominio económico y cultural de la generación del baby boom, en su última pirueta darwiniana. Lástima que J. G. Ballard nos dejara en 2009: semejante distopía le habría fascinado.
Babelia
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