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Pero sigue siendo el rey

José Tomás reaparece en Jerez y alcanza el delirio con una actuación triunfal

José Tomás, en su primer toro, con una revolera de remate del quite.Vídeo: Román Ríos EFE/ Juan Carlos Toro

Le dieron a José Tomás tres orejas y un rabo como le podrían haber dado las llaves de la ciudad, el toro de Osborne y un pedestal en el altar mayor de la catedral, premios hiperbólicos de una actuación hiperbólica que precipitó desmayos, afonías y escenas de levitación por bulerías en el ruedo de Jerez de la Frontera.

Sigue siendo el rey José Tomás por mucho que abuse de la abstinencia y que hubiera otro monarca en la barrera. Y conste que se aplaudió con cariño a Juan Carlos, pero el diestro republicano de Galapagar propició un delirio por naturales, toreando tan despacio, tanto, que la muleta mecía al toro de Cuvillo como la brisa mece un trigal.

No parecía Jerez la propia Jerez del frío que hacía y de tantos foráneos que acudieron al éxtasis de José Tomás. Trenes llenos de Madrid, aficionados postineros de México, exiliados de Barcelona en busca de autor, prosélitos franceses que concedieron a la eucaristía tomasista un matiz cosmopolita, aunque fuera para gloria de la reventa, cuyos profesionales ocupaban las esquinas como "dealers" de mercancía prohibida, contrariados acaso por el apabullante despliegue policial.

No ya para evitar que se desmadrara la manifestación antitaurina, más ruidosa que numerosa y disipada por la lluvia en plan castigo celestial, sino para garantizar la incolumidad del Rey emérito, alojado en un sitial del tendido de sombra, aclamado por los bodegueros jerezanos como vestigio de otros tiempos. Esos tiempos que ha evocado José Tomás aislándose de las cámaras de televisión. Haciendo del toreo un arte místico, de boca a boca. Y rehabilitando el entusiasmo de las crónicas radiofónicas. La Ser y Canal Sur desplegaron a sus mejores rapsodas para narrar la facultad estatuaria del monstruo y reanimar los transistores, aunque el estado de excepción mediático no pudo sustraerse al voyeurismo del periscope ni al gallinero de los tuits, haciendo de la aparición de JT una suerte de hito y rito asambleario que desquiciaba la frustración de las grandes cadenas fuera del recinto mágico.

Instaladas tenían sus grandes paelleras en los aledaños de la plaza, pero los reporteros se resignaban a hablar de oídas. Y a recrear los detalles prosaicos del acontecimiento. Llegaron a pagarse 1.000 euros por una barrera y la mitad por una habitación en un hotel de tres estrellas, ejemplos inequívocos de la repercusión de un torero que es noticia porque torea muy poco y porque torea muy bien. Y porque sus partidarios más crueles exageran la morbosidad de estar presentes en "la última tarde". Indemne salió José Tomás. Y no porque eludiera las apreturas. Ni porque renunciara a la sugestión de su propio dramatismo. Enjuto, vertical, parece el maestro una talla de madera, un santo de la imaginería castellana. No cabe mayor contraste entre su dimensión ascética y la arrogancia estética de Manzanares, resignado como Juan José Padilla a la discriminación que ejercen los ultras tomasistas: el cantante Bob Geldof, el pintor Miquel Barceló y el escritor italiano Matteo Nucci recalaron a Jerez para reunirse con José Tomás y aguardar que sobreviniera el discurso de la montaña.

Y sobrevino con creces la prédica como exégesis de la quietud y como estímulo creativo de una tarde triunfal, triunfalista en que salieron a hombros todos: José Tomás, el ganadero, Manzanare, Padilla... y todos los espectadores.

 

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