“El inconformismo siempre merece la pena”
Icíar Bollaín narra el trasfondo de la crisis nacional en su nueva película a través de la venta de árboles milenarios al resto del mundo
La imagen es poderosa: un olivo gigantesco, de 10 metros de altura, milenario, férreamente sujeto al remolque de un tráiler, por las carreteras españolas, camino de alguna villa del resto de Europa. No ha ocurrido una vez, ni dos, sino miles. Por 40.000 euros se vendieron, y venden oleas europea plantados por los romanos. “No tiene que ver con la corrupción y con la crisis, y a la vez tiene que ver con eso”, cuenta Icíar Bollaín. La cineasta (Madrid, 1967) no se ha andado con poesías para titular su séptimo largometraje de ficción: El olivo, que se estrena el próximo viernes. No habla de esa emigración botánica, sino del vacío físico y espiritual que provoca en una familia la ausencia del árbol: el dinero que ganaron con su venta lo invirtieron en un bar (incluidas mordidas a los responsables municipales de turno) que el tsunami de la crisis arrasó. “La mierda que sale cada día en las noticias no deja de sorprenderme”, cuenta. “Cuando en mi barrio cuento lo que pasa en España, se creen que no me estoy expresando bien en inglés, que no puede ser que pasen cosas así”, se carcajea la cineasta de esa crisis, caldo de cultivo en el que nace su película. Desde hace un par de años, Bollaín vive en Edimburgo. “Aunque voy y vengo mucho, es cierto que hay una distancia: la crisis no está en la conversación diaria, en los telediarios… En la calle sigue en cambio la riada de españoles”, algo que mostró en el documenta En tierra extraña (2014).
“La mierda que sale cada día en las noticias no deja de sorprenderme"
El arranque de El olivo surge de la lectura de este periódico: “Paul [Laverty, su pareja y uno de los grandes guionistas europeos de la actualidad] leyó en una contraportada de EL PAÍS la historia de uno de esos olivos que iban hacia el Norte de Europa, y flipó. Él se dio cuenta de que aquel hecho sintetizaba muchas otras cosas, y le fascinó primero la edad de los árboles, casi 2.000 años, y segundo que algo tan de la tierra, del paisaje, se convirtiera en un objeto de lujo para villas en Cannes –en Francia está prohibido arrancarlos, aunque no comprarlos-, en China, Oriente Medio, norte de Europa... Es también metáfora de una época en la que se expolió hasta el paisaje, pensando en el ladrillo, un negocio cortoplacista que no ha llegado a ningún lado”.
El olivo también sirve para hablar de la mentalidad española. Si a un niño se le pregunta por árboles milenarios, automáticamente responderá: la secuoya. “No nos fijamos en lo nuestro. Me pasó hasta a mí. Cuando Paul me empezó a contar la historia, me señalaba esos árboles de 20 siglos que adornan las rotondas. Lo que para él era tan llamativo como desolador, para mí era parte de un paisaje interiorizado. No caes en cómo es posible que los hayamos tratado así y trasplantado a una glorieta”. A continuación Bollaín pide permiso para puntualizar: “Esa culpa viene desde arriba. El labriego que está trabajando la tierra tiene un olivo que ocupa mucho espacio, que da mucho trabajo y poco fruto; en lugar de uno de estos milenarios puedes plantar cinco que den más aceituna. Entiendo que la gente necesita sacarle rendimiento. Desde la ciudad es muy fácil demonizar a quien solo quiere ganarse el pan”.
Laverty, el talento en la sombra
Paul Laverty es hoy en día uno de los más reputados guionistas, colaborador habitual de Ken Loach, gracias a su facilidad para ponerse en situaciones a priori muy alejadas de un escocés de madre irlandesa y sacarles partido cinematográfico. "Ha vivido 14 años en España y tiene mucho cariño a este país, se siente en casa, de ahí que El olivo surge enteramente de el. La crisis española le ha dolido mucho. Además su madre, irlandesa de origen rural, se crió en una granja, y las crisis irlandesa y española han seguido caminos parecidos. El tan cacareado tigre celta también tuvo su boom inmobiliario y se dio el mismo tortazo que nuestra burbuja de ladrillo, con el mismo destrozo paisajístico y el mismo éxodo juvenil", asegura su pareja, Icíar Bollaín.
Son agricultores de comarcas como los de Baix Maestrat de Castellón, donde hay más de 4.800 olivos censados milenarios. Hasta allí fueron Laverty y Bollaín –es la tercera vez que ella dirige un guion de él- a conocer la zona y así surgió la estructura de la historia, de la familia con abuelo mudo desde la venta del árbol, hijos en paro y nieta guerrillera que quiere arreglar anteriores torpezas: “En Castellón ya no se pueden vender, pero en Cataluña, por ejemplo, sí. Y creo que seguirá ocurriendo. Pero el olivo sirve para hablar de un drama familiar, un género que me consultó Paul para ver si yo me sentía cómoda con él. En realidad atrajo hacia mí su idea original”.
Para rodar el filme, hubo que hacer hasta un casting de olivos, además de crear otro en fibra de vidrio. "Hay un tipo en Girona que construyó el olivo de ocho metros, y ese es el que se arranca en pantalla y viaja a Alemania. Para los reales a los que se suben abuelo y nieta los encontramos allí en Castellón, incluso el agujero sobre el que se fantasea en pantalla. Paul escribió con un té en la mano [risas], y no se dio cuenta de la complejidad del asunto".
Aun con todo su enfado anterior por la situación actual, la cineasta es optimista. “Parte de lo que ocurre en España es culpa nuestras, porque no hemos exigido con suficiente fuerza las correspondientes responsabilidades. Y eso parece que la gente joven ya lo ve de otra forma”, reflexiona antes de apuntillar: “Al final, espero que quede esa sensación de que se han hecho las cosas mal, y que merece la pena el inconformismo, el intentar hacer esas cosas un poco mejor”.
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