Heterodoxo y disidente
Alberto Cardín, uno de los grandes intelectuales de la Transición, fue también un gran poeta. Su poesía completa, que incluye algunos inéditos, ve ahora la luz por primera vez
Alberto Cardín (Villamayor, Asturias, 1948- Barcelona, 1992) fue uno de los intelectuales de la Transición española. Ahora vemos que también es uno de sus poetas. Se licenció en Oviedo en Historia del Arte y se doctoró en Barcelona. Publicó en medios tan variados como El Viejo Topo, Ajoblanco, Disidencias o EL PAÍS. Dirigió la revista Diwan junto a Federico Jiménez Losantos. Fue responsable de la colección Rey de Bastos, de tema gay. Entre 1980 y 1983 vieron la luz sus tres libros de poesía: Paciencia del destino, Despojos e Indículo de sombras, sin duda el mejor. José Miguel Ullán o Biel Mesquida son algunos de los nombres de su círculo, aunque él no sea siempre el centro. Reunió sus artículos en Tientos etnológicos y Lo próximo y lo ajeno. Fue además traductor. Y firmó el Manifiesto de los 2.300 en defensa de una Cataluña en la que coexistieran catalán y castellano. Su muerte por sida, enfermedad que él hizo pública, acabó de troquelarlo como intelectual posromántico maldito.
El cinismo de este autor es implacable, irónico, despiadado casi siempre, aunque en sus versos sí asome su piedad
Se publica por vez primera su poesía completa, que incluye algunos inéditos, entre los que destaca la elegía al pintor Ocaña. El título define lo que era para él escribir: “Mi vía hacia la muerte / mito del día en que habré /logrado mi más hermoso texto”. En la poesía cifró su verdadera salvación. Entonces le hicieron sombra otros poetas, grandes y pequeños, aunque él mismo fue el que más sombra se hizo, lo mismo que le pasa a su (ex)amigo Jiménez Losantos, tan presente en este libro. Cardín, heterodoxo o disididente, es un buen candidato a Diógenes de la Transición. Su cinismo es implacable, irónico, despiadado casi siempre, aunque en sus versos sí asome su piedad: ahí está el poema Mi hermana. Puede que intentara también ser el Cernuda de la Transición:“Virgo putrefacta, Madre España”. Leyendo sus muchas invectivas y sus pocas dulzuras uno tiene la sensación de estar con Juvenal o Marcial. Sátira o epigrama son sus géneros literarios.
La Transición como época cultural propició la existencia de escritores como Cardín porque fue una época dialógica. No porque todos dialogaran con todos, que lo hicieron. Fue dialógica en el sentido más alto, cercano a dialéctica: un raro momentum en el que el otro, el que me contradice, se consideraba imprescindible para construir el futuro. Nada que ver, pues, con nuestro momento. Cardín además representa un modelo aún más interesante: el de los que mantienen una relación dialógica con sus propias contradicciones, un tipo de pensador que se remonta a Unamuno.
Horacio en su Poética advierte a los creadores de que, si no se ponen límites, retornará lo inhumano: la destrucción, lo cruento, el canibalismo y el suicidio. Todo esto se cumplió con coherencia asombrosa en el siglo XX, cuya ausencia de límites se atribuye en exclusiva —erróneamente— a la ausencia de Dios. En su Salmo 151, añadido a los 150 de la Biblia, Cardín niega absolutamente a Dios. Pero no es cuestión de teología, sino de poética: “¡yo mismo soy mi dios! /¡y tú mi doble! /Tú indicas para mí, /en mis temblores, /límite sólo”. Sus mejores endecasílabos se adentran en la consecuencia de esa extralimitación: “Mi tiempo está escandido de suicidios”, “sólo la muerte piensa, y yo no vivo”. A terminar de cumplir la predicción horaciana vino la tesis doctoral de Cardín, Dialéctica y canibalismo, que, al igualar esos dos términos, consagró a un fulgurante posmoderno.
Cuando armoniza sentido y sonido, que no es siempre, Cardín no está lejos de las grandes voces de nuestras letras, como Quevedo. Su odio hacia la tradición católica española da paradójicos frutos cuasirreligiosos: dos cuasisonetos tremendos —en todos los sentidos— a la santa de Ávila, todo un ciclo de poemas que añoran la tradición islámica, según la moda de aquellos años, e incluso cantos a los visigodos arrianos.
Los editores reivindican a Cardín como “aprovechable” para una poesía política. No es la palabra más bella, pero se ajusta a la utilitas clásica. Hay una ejemplaridad necesaria en su figura, que es ya para todos, aunque sus mensajes sean para una parte. Es un maestro de la singularidad no adocenada, algo que necesitan urgentemente nuestros jóvenes, escritores o no. Resulta irreductible a ninguna de las plantillas actuales. ¿Hay ahora algún gay ateo que defienda el idioma español en Cataluña? Cardín, como todo poeta, tiene sus brotes proféticos, acreditados en sus imprecaciones teresianas: “Alabándote se arroban /y en arrobo preparan sus cohechos”; “indignado, yo tacho de indecencia”. Ahora bien, para ser verdaderamente cardinianos, junto a su Salmo final hay que poner el Salmo primero del revolucionario Ernesto Cardenal: “Bienaventurado el hombre que no sigue las consignas del Partido, /ni asiste a sus mítines/…será como un árbol plantado junto a una fuente”.
El Cardín polemista encarna como muy pocos el paso de la cultura homosexual a la cultura gay
Dentro de nuestra Transición coincidió otra transición muy interesante en la historia de la cultura. Cardín encarna como muy pocos el paso de la cultura homosexual a la cultura gay. La alta cultura homosexual era básicamente europea, procedía del homoerotismo griego y mantenía un signo noble incluso cuando abordaba las zonas oscuras de lo promiscuo. La cultura gay viene de los Estados Unidos. Es una cultura de masas, divulgada, popular, con una fuerte carga irónica y está subordinada a un movimiento político. Es el paso de Visconti a Almodóvar. El Cardín polemista pasó de una a otra nítidamente. El poeta combina ambos códigos.
Felicito a Ernesto Castro por haber recuperado al Cardín poeta con entusiasmo y rigor. Felicito también a los editores de Ultramarinos por este libro bello, destinado a sacar a Cardín del laberinto angustioso de su intelecto. Curiosamente, han añadido a la poesía un amplio apéndice de textos prosaicos y polémicos. No sé, invocando de nuevo a Horacio, si era el lugar para estas cosas. Los poemas se dirigen a la memoria. Los documentos, al olvido. Pero, tal como está la cultura, tendrán muchos más lectores los documentos que los poemas, lo cual no es malo. El libro, en última instancia, consigue ser el retrato de un Alberto Cardín que pocos conocen.
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