El ‘Quijote’ más allá de Cervantes
Lo que nos seduce del libro es la mirada compasiva del autor, su humor, su finura y el respeto con el que habla de la realidad
Hace tres semanas una alumna del instituto Blas Infante de Córdoba le preguntaba a uno en el curso de una charla sobre estos asuntos: ¿con quién se identifica usted más, con don Quijote o con Sancho Panza? No es una pregunta fácil de responder, porque siéndonos personajes, ambos dos, sumamente simpáticos, con ninguno de ellos se identificaría nadie. Quien escogiera ser don Quijote, sabría a qué se expondría: golpes, burlas, hambres, escarnios, sólo tolerables estando un poco loco y por una buena causa, traer un poco de cordura a este mundo. Claro que la cordura tampoco le libra a Sancho de golpes, burlas, hambres y escarnios, teniendo también él una causa noble para soportarlos: ganarse la vida.
Con quien uno de verdad se identifica leyendo el Quijote, le dije a aquella muchacha, es… con Cervantes, con su manera de ver las cosas y presentárnoslas.
El primero en plantear de un modo radical esta cuestión fue Unamuno, siempre tan radical: don Quijote fue una creación que excedió con mucho a su creador, casi nunca, decía él, a la altura de la misión que tenía don Quijote en esta vida: remover la conciencia de los hombres, y arrancarlos del deplorable sentido común, ese que está hecho sólo de lugares comunes. Y siguiendo su razonamiento llegó a afirmar lo que muchas gentes creen también: Cervantes, sin el Quijote, no habría pasado de ser un autor del montón, más o menos.
Si hubiera escrito esta novela en el siglo XIX y hubiese sido francés habría dicho: “Don Quichotte, c’est moi… et Sancho aussi”
Estando uno de acuerdo con Unamuno en tantas cosas de su apasionada Vida de don Quijote y Sancho, no podría estarlo en ese punto. En realidad creo que a Unamuno le sobraban un poco todos, don Quijote, Sancho, incluso Cervantes (“¿Qué me importa lo que Cervantes quiso o no poner allí y lo que realmente puso? Lo vivo es lo que yo allí descubro, pusiéralo o no Cervantes”, llega a decir). Lo que nos seduce del Quijote es precisamente la mirada compasiva de Cervantes, su humor, su finura, su amor por los planos oblicuos (aquel “di toda la verdad, pero sesgada” de que habló Emily Dickinson) y el respeto con que habla de la realidad, sin el menor resentimiento, él, a quien la vida dio tantos motivos para ser un resentido. Y claro, esa manera de decirnos que las cosas de esta vida no están resueltas jamás en el blanco o el negro, sino en los grises. Sin salirnos del Quijote: don Quijote puede acometer algunos actos de cuerdo (la defensa de Andrés, el muchacho al que azota su amo) sólo si está loco, y otros de loco (soltar a los galeotes) que deberían acometer los cuerdos, lo mismo que Sancho se hace el loco (sosteniendo que una albarda son jaeces) para beneficiarse de algo por las mismas razones por las que su amo quiere beneficiarse de una vacía llamándola yelmo sólo porque está loco, por no hablar del momento en que un loco como don Quijote llega a ser sublime (en su discurso de la edad dorada) y Sancho, entre sus insulanos, alguien que deja en pañales al gran Solón. Quiero decir, que si Cervantes hubiera escrito esta novela en el siglo XIX y hubiese sido francés, habría dicho: “Don Quichotte, c’est moi… et Sancho aussi”.
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