Víctima sobreexpuesta
El cartel oficial del Festival de Cannes de mayo de este año es un fotograma de Le Mépris (El desprecio), de Jean-Luc Godard. “Todo está ahí. Las escaleras, el mar, el horizonte: la ascensión de un hombre hacia su sueño…”, indicaron los organizadores del festival.
¿Todo está ahí? Tal vez, pero se queda en eso, no va más allá, es justamente un estereotipo, una imagen obvia. A los organizadores ya solo les faltó añadir el tópico de tópicos: una imagen vale más que mil palabras. Esa creencia en la autosuficiencia de las imágenes tiene un lado estúpido, porque cuando hablan por sí solas caen precisamente en el estereotipo más obvio. Las imágenes son una birria, que diría un parafraseador de Eduardo Mendoza. Y lo son porque, entre otras cosas, en la industria mediática existe una activa censura de las imágenes.
Tomemos el ejemplo más reciente, los atentados de Bruselas. No sé ya cuántas veces hemos oído que el icono de los sucesos belgas es Nidhi Chaphekar, la azafata india de la aerolínea Jet Airways que hemos visto mil veces sentada en un banco del aeropuerto de Zaventem, ensangrentada y con el traje de trabajo rasgado. Pero cabe preguntarse para qué queremos ese icono. ¿Para difundir mil veces nuestro terror mudo, que es justo lo que esperan los asesinos? El problema principal de ese icono estriba en creernos que dice más que mil palabras cuando en realidad, a estas alturas del horror, hemos contemplado tantas veces a la azafata que ya no vemos nada. Aunque solo fuera por la sobreexposición a la que la han sometido, esa instantánea de la azafata india no hace más que recordarnos que una imagen exige “ser vista”, no sólo contemplada una y otra vez. Su eficacia a nivel político es cero. Menudo icono. Me recuerda lo que viene diciendo Georges Didi-Huberman hace tiempo: “Hay una sobreexposición de imágenes que nos impiden ver, y que además oculta la sobreexposición de la censura”.
Mucho ruido (de imágenes que hablan por sí solas) y pocas nueces. En la imagen de la azafata de Zaventem vemos una mujer herida y, tras compadecernos de ella, no encontramos nada que añadir: es terrorismo, desgracia, víctima. Esa es justamente la definición de estereotipo: una imagen obvia. Didi-Huberman propone que dejemos de mirar a través de esas instantáneas obvias y lo hagamos desde más lejos, estudiemos la historia, tratemos de encontrar un orden crítico con respecto a aquello que vemos. Del mismo modo que en el mundo de las palabras se intenta siempre devolver a éstas su sentido, en el de las imágenes debería ocurrir lo mismo con mayor frecuencia, porque también son un espacio de lucha. Ahí Didi-Huberman coincide con Godard: hay que usar las imágenes como arma, con un sentido político.
Al otro lado, en la estela de Guy Debord, encontramos a los estancados, los que repiten el cliché de que las imágenes son un reflejo de la sociedad del espectáculo. Pero como todo esto ya se dijo en su momento, hace cinco décadas, cada año que pasa la idea suena más gastada y superflua, como si tuviera rasgado ya su traje de trabajo.
Babelia
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