Tú a Cascorro y yo a Pensacola
Dos buenos amigos han regresado de América con sendos héroes bajo el brazo. Daniel Fernández, el editor de Edhasa, se ha traído de Cuba a Eloy Gonzalo, el héroe de Cascorro. Comíamos en Tramonti, cuando Daniel puso sobre la mesa, para mí, un soldadito de plomo. Tardé en identificar la épica figurita, que portaba rifle al hombro y en una mano una tea ardiente y en la otra, una lata de petróleo, con, claro, Gonzalo, el valiente expósito español que prendió fuego a las posiciones de los insurrectos cubanos en Cascorro jugándose el tipo y cuya estatua se yergue hoy en el Rastro de Madrid.
No esperas que alguien te traiga de Cuba precisamente a Eloy Gonzalo, que no ha de ser allí muy popular. Daniel me explicó que el soldado natural de Malaguilla, maestro del camuflaje, se metía en la piel de un caimán muerto para espiar al enemigo, con lo que mi interés por el bravo de Cascorro ha ganado muchos enteros.
El otro héroe es Bernardo de Gálvez, al que Eduardo Garrigues —diplomático experto en extravagantes devoluciones como el Negro de Banyoles y el diputado Power— lleva años reivindicando en EE UU (desde que montó en 2007 en Washington la exposición Legacy) y al que ahora ha dedicado una documentadísima novela titulada con la famosa frase del héroe de Pensacola: El que tenga valor que me siga (La Esfera de los Libros). La verdad, para llevar tanto tiempo reivindicándolo, Eduardo es muy desmitificador. A pesar de lo glorioso del título y de la portada, ilustrada con un cuadro del gran Ferrer Dalmau (Por España y por el rey: Gálvez en América), con el interfecto en pie sobre un parapeto vistiendo uniforme de mariscal de campo, espada en mano, y flanqueado por fusileros de Luisiana y de Guadalajara (también se ven enemigos muertos: indios choctaws y creeks y leales de Maryland del Ejército británico), Garrigues cuenta que Gálvez jugó con ventaja en Pensacola (1781).
“Le muestro con sus luces y sus sombras”, me dice sobre otra mesa de restaurante, la de Ponsa, poniéndose también las botas y recalcándome, con retranca, que en el ejército multinacional de Gálvez “había pardos, mulatos y catalanes”. “Entre sus méritos, desde luego, romper la ambigüedad del Gobierno de Carlos III hacia la guerra de independencia de EE UU” y haber sido en ella “más importante que Lafayette” (!). La sombra del malagueño es que cuando envió a la flota el famoso mensaje, acompañado por una bala de cañón del 32, de las que repartía el fuerte inglés de las Barrancas Coloradas a la entrada de Pensacola (“El que tenga honor y valor que me siga; yo voy por delante para quitarle el miedo”), sabía por un espía, dice Garrigues, que “esa batería no tiraba bien”. Aunque sin duda valiente (le habían endosado dos lanzazos los apaches cuando perseguía a una banda él solo), además de chulo, orgulloso, ambicioso y resentido, Gálvez, a tenor de la novela, era bastante salido. Garrigues relata cómo se hizo pasar por moribundo para poderse casar in articulo mortis con Felicitas de St. Maxent, con la contrariedad de que mientras le daban la extremaunción, al ver a su escultural esposa, “penetrado por el veneno del amor”, tuvo una inconveniente erección bajo la mortaja. ¡Ah, los héroes!
Babelia
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