Vidas de bolsillo
Las colecciones de libros baratos serviría para identificar cada generación de lectores
Si me disculpan la primera persona les contaré que pertenezco a esa tropa provincial de quinceañeros de los años ochenta (¡del siglo ya pasado!) cuya instrucción cultural contó con tres pilares: el boletín de venta por correo de Discoplay, la revista del Círculo de Lectores y el catálogo del Libro de Bolsillo de Alianza Editorial. Digo boletín, revista y catálogo y no fondos porque pasábamos horas hojeando los primeros antes de aventurarnos –cosas del presupuesto- en los segundos. Haciendo de la necesidad virtud, se cumplía el aforismo de Juan Ramón Jiménez: “Para leer muchos libros, comprar pocos”. El paisaje no era muy distinto del que Augusto Monterroso dibujó en Los buscadores de oro (Anagrama), sus chispeantes memorias: las bibliotecas eran tan pobres que solo tenían libros buenos, algo que parece una bendición pero es todo lo contrario (solo con libros buenos no hay manera de construirse un gusto; qué sería de nuestro criterio sin tanto bodrio como nos hemos tragado). Curiosamente, a las librerías no les pasa lo mismo: las malas solo tienen libros malos, o sea, de hoja caduca.
La revolución estalló el día en que en una de aquellas librerías-papelerías con nombre de tienda de lámparas (¿Estiluz?) apareció una estantería urbanizada por el fondo completo del Libro de Bolsillo y con el catálogo colgando de una cuerda, como el péndulo de la sabiduría. Tendría por entonces un millar de títulos y nos entró la fantasía de que saldríamos de la ignorancia si leíamos los mil. Listillos como éramos, lo primero que hicimos fue buscar libros malos, pero no los había. O no supimos verlos entre Borges y Beckett, Camus y Luis Cernuda, Kafka y Nietzsche, Saussure y Francis Oakley, todos los cuentos de Poe (versión de Julio Cortázar) y todos los de Ignacio Aldecoa. Por estar, hasta estaba la traducción de Ferlosio de Los niños selváticos de Lucien Malson, que pidió que se retirase la edición porque las notas del autor de Alfanhuí abultaban tanto como su propio texto.
Eso lo supimos después. Lo mismo que supimos que una novela como La Regenta volvió a las librerías en una edición barata (100 pesetas, 60 céntimos de euro) gracias a aquella iniciativa de Javier Pradera, José Ortega Spottorno y Jaime Salinas, empeñados en que los libros no costasen más que una entrada de cine. Fue Salinas el que pidió a un grafista fogueado diseñando carpetas de discos que se ocupara de las cubiertas. Era el marido de Monique Acheroff, secretaria del editor, y se llamaba Daniel Gil. Más que un diseñador al uso era un poeta visual de la estirpe de Joan Brossa -una bota militar con manchas de sangre para El señor presidente; una media caída en una pierna ortopédica para Tristana-, pero en 2001 el Premio Nacional de Diseño racaneó lo suyo hasta darle una “mención de honor” que no era más que la forma de cerrarle el futuro camino hacia el galardón bueno.
Igual que las generaciones de escritores se identifican por una fecha que marcó sus carreras, puede que un día las generaciones de lectores –con permiso de los nativos digitales- se identifiquen por colecciones de bolsillo: Akal, Destinolibro, Bruguera, Booket, Rocabolsillo, MaxiTusquets, Debolsillo, Penguin Clásicos... En 2012 Austral cumplió 75 años y este curso Alianza celebra su medio siglo. Anagrama lanzó sus Compactos en 1989 de la mano de Patricia Highsmith. Herralde los creó para que evitar que el agente de la madre de Ripley vendiera a la competencia los derechos para ese formato. La colección se acerca a los 700 títulos. Lo que viene siendo toda una vida.
Babelia
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