El tiro a Iñárritu
El cineasta dejó claro cuando salió a recoger su Óscar por 'El renacido' que el racismo es un cáncer supurante y demasiado real como para que el arte no lo combata de frente
A medida que crece su talento, su destreza, su búsqueda del arte con mayúsculas, va consolidándose en ciertas esferas el tiro a Iñárritu. Fue el caso del lamentable aperitivo que tuvimos que padecer en La noche de los oscars (Movistar +). Desfilaron por el plató, que comandaba la siempre enérgica Raquel Sánchez Silva, una serie de anecdóticos comentaristas entre los que se mezclaban cafres insensibles con actorcillos de cuarta y expertos en pedorrez de alta costura para dejar claro qué guay viste ser frikie Mad Max y despreciar el gran cine como quien se echa un cuesco.
Exorcizadas las ínfimas frustraciones, Hollywood cumplía por segunda vez consecutiva con la fuerza radical de un cineasta que está marcando época. Pero con triple mérito: mexicano en el Estados Unidos que está a punto de ofrecer oportunidades serias de acceder a la presidencia a un repugnante Donald Trump, Alejandro González Iñárritu, dejó claro cuando salió a recoger su Óscar por El renacido que el racismo es un cáncer supurante y demasiado real como para que el arte no lo combata de frente.
No ha dejado él de hacerlo desde que disparó su genética de genio indomable, aunando rasgos del mejor Ford y el más inmisericorde Buñuel, en las sucesivas Amores perros, 21 gramos, Babel, Biutiful, Birdman y El renacido. Iñárritu nos asombra en cada zarpazo fílmico con una trascendencia globalizadora que le permite traspasar fronteras ya sea rodando en las calles de México, la pedregosa aridez del desierto en Marruecos, el neón atosigante de Tokio, la sombra de los muertos en Barcelona o la montaña y la llanura blanca pero teñida de sangre de un Estados Unidos construido en medio de la violencia y el despojo. Grande entre los grandes, Iñárritu representa una voz y una mirada que ya ha marcado la historia global, desde una enriquecedora óptica de mestizaje latino.
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