La precariedad laboral vuelta arte
La artista argentina Ana Gallardo presenta 'Un lugar para vivir cuando seamos viejos' en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires
Una de las obras más atractivas de Un lugar para vivir cuando seamos viejos, la muestra de Ana Gallardo (Rosario, 1958) en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, es también una de las más simples: es el curriculum vitae de la artista. En el centro de la primera de las dos plantas que el MAMBA dedica a repasar sus diez últimos años de trabajo, cinco pares de auriculares cuelgan del techo en círculo y reproducen la voz de la artista recitando las etapas de su recorrido desde mediados de los 80 hasta hoy. Pero se trata de un recorrido laboral, o más bien alimentario, de mera supervivencia, en el que el arte, si aparece, aparece apenas como un mundo ideal o un horizonte inaccesible, y cuyos hitos componen el paisaje de inseguridad típico del mundo del trabajo contemporáneo.
A lo largo de casi 30 años, Gallardo —cuya hoja de ruta de artista incluye, entre otras cosas, haber participado de la Bienal de Venecia de 2015— ha sido recepcionista, telefonista, secretaria, promotora y asistente (de ferias y galerías de arte, incluso de la galería que alguna vez la representó). Los pocos chispazos de adrenalina que animan este mapa de la fragilidad laboral son unos meses de contrabandista de materias primas para bijouterie entre Argentina y el DF mexicano (donde la artista vivió unos años) y otros, también en el DF, de "representante de artistas de cabaret". Gallardo recita su prontuario laboral sin énfasis alguno, fiel a la impronta subsintáctica y administrativa del género CV, y delega en la repetición y acumulación (¿cuántas centralitas telefónicas puede jactarse de haber atendido un artista contemporáneo?) el humor y la crudeza paradójica de una autobiografía donde el arte ha sido desalojado por la necesidad. Distinto es el tono de la didascalia que comenta la obra, sufrido, estoico, apenas sentimental, sin una pizca de ironía o de distancia: "No vivo de la venta de mis obras", escribe Gallardo, "por lo tanto, tengo que hacer otro tipo de trabajos para ganar mi sustento y el de mi familia".
No es raro que un artista no viva de su arte. Lo raro es la lógica de doble vida tajante, casi de superheroína, en la que Gallardo se coloca
No es raro que un artista no viva de su arte (quizás ésa sea la única fusión arte-vida que el milagroso arte contemporáneo no está todavía en condiciones de garantizar). Lo raro es la lógica de doble vida tajante, casi de superheroína, en la que Gallardo se coloca (promotora de prepaga médica de día, protagonista de bienales de noche), y el modo en que transforma esa desinteligencia social —sin duda común a muchos artistas, aunque nunca tan a la vista como en su caso— en el objeto de un afán autorrepresentativo por el que se filtra una figura que creíamos extinguida: la figura del artista que sufre. Si la imagen de Gallardo engrillada en la recepción de una empresa o vendiendo planes de telefonía celular en la calle suena injusta, no es tanto porque atestigüe las miserias de la precarización, la hiperflexibilidad y la desregularización laborales (una tendencia de la que el artista contemporáneo, por otro lado, es menos víctima que pionero) como porque postula que no ser dueño de su tiempo ni poder ser fiel a su deseo es el drama máximo que un artista (contemporáneo) puede padecer.
Pero Gallardo va aún más lejos e imprime al asunto una inflexión dickensiana, anacronizando lo que podría ser un síndrome endémico del presente y reemplazando el reflejo de la crítica o la denuncia por la puesta en escena de una suerte de vía crucis personal, signado por una penuria cuya desnudez (cuya manifestación sincera, en primer grado, creyente) nos habíamos desacostumbrado a ver en un espacio de arte. Allí la tenemos en plan artista homeless, condenada al nomadismo y la caridad ajena, paseando por Buenos Aires los despojos de su hogar (unos cuantos muebles, una lámpara, una alfombrita, su propia hija Rocío) cuidadosamente arrumbados en una casa rodante tirada por una bicicleta (Casa rodante, 2007). Ahí está, empeñada en llevar a cabo un proyecto en un geriátrico de prostitutas del DF, aceptando prestar el "servicio" que la directora de la institución le exige a modo de condición: cuidar a Estela, una prostituta postrada en una silla de ruedas (Estela, 2012; Extracto de un fracasado proyecto o el retrato de Estela, 2012); pero Estela muere antes de que Gallardo cumpla con el número pactado de horas de servicio, de modo que el proyecto queda trunco.
De esos turning points crueles y desolados, como de melodrama devoto, están hechos la dramaturgia de Un lugar para vivir cuando seamos viejos y el imaginario desguarnecido de Ana Gallardo. El siglo XIX, cuna del melodrama, propuso una solución para el desgarro del artista sufriente, inadecuado: se llamó bohemia. Pero del disonante mix de lamento y resentimiento de la retórica bohemia, Gallardo conserva sólo el primer componente —"mi corazón al desnudo"—, a la vez que reemplaza la veta crítica del segundo por el arsenal de disposiciones sensibles (empatía, solidaridad, vocación terapéutica) que informan el "giro asistencial" de una región del arte contemporáneo. De ahí las comunidades específicas de pares con las que conecta, marcadas por la marginalidad y el desamparo: las prostitutas del geriátrico de la colonia Tepito de Estela, las víctimas embolsadas de Mujeres de Juárez (2010) y, por supuesto, los viejos de Un lugar para vivir cuando seamos viejos (2010-2015), la videoinstalación que se expone en el segundo subsuelo del museo.
Del disonante mix de lamento y resentimiento de la retórica bohemia, conserva sólo el primer componente
En rigor, la "solución Gallardo" para el karma del artista es la tercera edad. De los viejos inertes de los videos de la planta baja (el padre y el tío de la artista, dos inmigrantes españoles anclados en Rosario y abrumados por la adversidad y la melancolía) a los entusiastas que protagonizan los del sótano (un elenco de septuagenarios que se dedican por fin a lo que siempre quisieron hacer y nunca pudieron: danzas japonesas, karaoke, huerta orgánica, bailes populares), lo que cambia no es sólo la densidad del tiempo (el peso del pasado contra la levedad gozosa del presente); es también la posición de la artista, que por una vez canjea el pathos autocomplaciente de la aflicción por una especie de desubicación lunática (Gallardo se filma "aprendiendo" con los viejos las destrezas crepusculares a las que se abocan), y las tautologías de un dolor demasiado sabido por los misterios de una dimensión —la vejez— cuya marginalidad ya no es sinónimo de calvario sino, acaso, para el artista de la penuria, de libertad y deseo.
Un lugar para vivir cuando seamos viejos. Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Hasta el 3 de abril de 2016
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.