La otra vanguardia estadounidense
Quizás si su destino no le hubiera llevado a París, el trabajo de Ellsworth Kelly hubiera sido muy distinto. Sin embargo, en 1948 se instalaba en la capital francesa, triste y gris en los años de posguerra —él mismo lo comentaba en una entrevista a mediados de los 90 del pasado siglo XX— y aprendía la soledad, la lección de estar a menudo en silencio —no hablaba francés.
Y aprendía de los grandes maestros, no sólo del Pablo Picasso que seguía arrasando en la ciudad, sino de Constantin Brancusi y su simplificación de las formas; de Jean Arp y ese juego del azar en las formas rotas que quizás Arp había aprendido a su vez de la esposa, Sophie Taeuber-Arp, fallecida en 1943. Por ese juego de despojamientos —y por su amistad con Alexander Calder— el estilo de Kelly se alejaba de Picasso y entraba de lleno en una abstracción que tenía mucho de concretismo.
Componer imágenes rebeldes, las que hablaban de un mundo de subversiones —del marco también—; modos nuevos de mirar para una entera generación que había dejado las viejas actitudes de la Escuela de Nueva y su pintura de pasión, casi violencia. Frente a las pasiones, la precisión de Ellsworth Kelly, la delicadeza de formas y colores que se escapan de la superficie del lienzo y corren hacia otras dimensiones. Modos de subvertir que John Cage —y su silencio como una forma de música— o Merce Cunningham —cuya danza trataba de liberarse de las reglas— cultivaban por esos mismos años, cuando de paso por París, coincidían con Kelly.
Porque Kelly representa sobre todo esa otra vanguardia no figurativa estadounidense, hasta cierto punto tras la estela más europea de Josef Albers, muy relacionado con la Bauhaus, y cuya influencia en la generación que fue encontrando su lugar después del auge de la Escuela de Nueva York es innegable.
De hecho, es posible que sólo una revisión de la escena artística del Nueva York de los años cincuenta y sesenta del siglo XX haya colocado a Kelly en el lugar que merece: uno de los grandes pintores norteamericanos, capaz de combinar ese juego geométrico de Sophie Taeuber con su sagaz fascinación por la vida cotidiana.
Quién sabe si ese olvido —como tantos otros de la escena neoyorquina de aquellos momentos— se podía deber también a algunas de las apreciaciones del gran y poderoso critico Clement Greenberg, quien en 1960 escribía: “Yo mismo admiro, o por lo menos me gusta, el trabajo de Raymond Parker, Ellsworth Kelly (…) y Jasper Johns, pero me parece demasiado fácil que gusten. No retan ni expanden el gusto”. Claro que en 1960 las cosas habían cambiado por completo y el tiempo de Greenberg y la Escuela de Nueva York estaba a punto de clausurarse. En esa nueva época se coloca Ellsworth Kelly.
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