Flamenco de la bronca y la erudición
Flamenco Monumental cierra un fin de semana ‘in crescendo’ en Madrid entre reivindicaciones, recuerdos y reflexión
"Buenas noches. Está la cosa un poquito revuelta, ¿no?". Con esa frase abría José Mercé el sábado el festival Flamenco Monumental que, durante dos días, ha reabierto al flamenco las puertas del teatro que normalmente ocupa la Orquesta de RTVE en la cuesta de Atocha de Madrid. Revuelto estaba el ambiente. Nada más salir Juan Verdú, el hombre que ha vivido la evolución del flamenco en las últimas décadas en la capital e ideólogo de la cita, desde el anfiteatro un energúmeno le espetaba que se callara a grito pelado. Ahí comenzó el tumulto en el que varios espectadores luchaban para que el hombre, poseído por la furia, dejara hablar al organizador. Una vez calmados los ánimos, Mercé arrancó por soleás mientras sus manos querían remendar la red de un pescador en la bocana del puerto. Mientras, el contraluz en turquesa del mástil de la guitarra de Ricardo Lagos dejaba un juego de sombras en la galería.
Venía José Mercé con el alma al aire, por eso en los fandangos naturales esbozó aquello de “Que me critique la gente, ay Dios mío a mí qué me importa”, y recordó a aquel hijo que se le fue un buen día y que le cambió la vida y la voz. Aquella noche, otra dama del cante, otra voz rasgada, estaba esperando su turno entre bambalinas. Cuando le tocó salir a Carmen Linares, el público se hizo ovación. Minutos antes, otro grupo de alborotadores había empezado durante el cambio de escenario a gritarse en el patio de butacas. La tensión se palpaba en el ambiente. Un grupo de jóvenes y un hombre mayor se cruzaban amenazas al grito de “eso no me lo dices tú en la calle” mientras Linares esperaba para salir. Parte del público creyó estar más en Las Ventas, donde el vocerío es habitual, que en una sala de conciertos que esa noche era tablao.
Una vez calmada la trifulca, que solucionó el propio gentío, volvieron a ser las soleás las elegidas para abrir este fragmento del concierto. A Linares la llaman algunos “la señora”, y es natural que lo hagan. Cuando está en el escenario, reina y manda solo con mover las manos, esas manos delicadas que juegan a servir de altavoz a una garganta roca y honda que lleva en sus garganteos la historia del cante. Linares está tan en forma como cuando comenzó a cantar, y su cante es más que el del pueblo. Por tientos y tangos la guitarra de Salvador Gutiérrez es solo una diadema que corona el cuerpo de un cante antiguo; y los cantes de Huelva devuelven a esa Linares poetisa, que devociona a Juan Ramón Jiménez y a su Moguer natal, donde se canta al sol, al océano y a la marisma.
Para la segunda noche, una vez superado el alboroto, el cartel era esplendoroso. Batería y bajo en escena, el encargado de abrir la noche fue Jorge Pardo. El acróbata de la flauta, instrumentista de jazz sobresaliente, puso aquí su vertiente más flamenca en el asador, aquella de la que tanto saben Pepe Habichuela y la propia Linares, que en esta jornada disfrutaba desde el público. La música juega a alternarse con ese pie de Pardo que necesita marcar el compás, como un flautista de Hamelin que quiere llevar a este público ilusionado como un niño a una tierra incierta, pero que siempre promete. Primera pausa para el cambio del cortinaje verde por el negro y empiezan de nuevo los gritos del sábado, pero hoy suenan a “me ha sabido a poco” y “¡qué cortito!”.
A Jorge Pardo le sucede la copla, esa copla algo canalla y traviesa que siempre se reconoce en el reflejo de las gafas de sol de Martirio. Viste la artista de negro riguroso con esas pinceladas de bordado andaluz colorido, recargado y barroco, que tanto le gustan. Tras la primera copla, hace una pausa para mirar a los cielos, donde quiere mandar una paloma mensajera. “Una paloma para Enrique”, que recuerde al cantaor granadino que hace cinco años que se fue y que le diga “que le queremos para toda la vida”. Luego viste de copla a Sabina con Noche de bodas y se quiebra por bulerías, para luego dejar en solitario al guitarrista Raúl Rodríguez, que expone su visión de un flamenco entre Cuba y el Golfo de Cádiz que suena a Carlos Cano pero también a los viejos rockeros de la Alameda de Sevilla.
Y se queda la noche, una vez templada y con el público entusiasmado –aunque no tanto con el iluminador, que de vez en cuando les da un fogonazo directo a los ojos-, para tres voces. Abre el primer tercio de varas la voz señorial y dulce de Rocío Márquez. Huelva se sube al escenario y Granada le toca la guitarra. Comienza metiendo la puya tentando al mal fario, con ese palo renegado que a veces son las peteneras. Miguel Ángel Cortés, caballo de raza, viste la faena de dos minutos de trémolos de otro mundo en solitario sirviendo de soberbio preludio a la cantaora. Voz tranquila, guitarrista tranquilo. Asumen el desafío con bocanadas de aire resueltas en notas mantenidas y requiebros que parecen no tener fin, para luego dar paso a la bulería elegida por el público frente a la oferta de una seguiriya –dice Rocío que la voz del cielo frente a la voz del pueblo-.
Para el segundo tercio quien pone las banderillas es Juan Valderrama. A oscuras y sin guitarra, rememora los cantes de trilla aprendidos con el público del Monumental, que dice que son “el origen de todo lo que aquí se festeja”. Elige una selección de cantes de su padre, con el que se le llena de orgullo la boca y el corazón. Dulzura para Por una mujer, guajira y Los cuatro puntales del toreo, esa composición en la que el ruedo y el tablao se dan la mano para decirnos que el tercio de matar ya está cerca. Y con traje oscuro y camisa blanca como traje de luces y un bosque de rizos por montera, Arcángel se encarga de rematar la faena y el festival con cantes clásicos de una de las voces más personales que ha dado el flamenco en las últimas décadas. Se acompaña de un soberbio Dani de Morón a la guitarra, que sabe leer las miradas del cantaor. Tronío, un registro inabarcable y una muerte por fandangos que recuerda que en el flamenco, como en las coplas de Jorge Manrique, los cantes son los ríos que van a dar en el mar que es el morir. En un morir que, dice Arcángel, no es más que el que precede a la resurrección de un flamenco que, por mucho que se empeñen, está más vivo que nunca.
Babelia
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