Sobre el amoooor y otros males juveniles
Tres correspondencias recientemente publicadas dan testimonio de la peripecia de grandes pasiones de personajes extraordinarios
Mi amiga Giselle Etcheverry me reveló un día una estupenda fórmula que se usa en Venezuela para dar el portante a tu pareja cuando ya no puedes soportarla: “Chao, pescao, que te salieron plumas”. ¡Ah, el amooooor, cuántas sevicias (y malos tratos) se infligen en tu nombre!: el psiquiatra Gaëtan Gatian de Clérambault (1872-1934), que dio su apellido a uno de los síndromes del amor excesivo —vinculado a la pasión erótica y basado en la errónea y letal presunción de que alguien está perdidamente enamorado/a de una/o—, fue uno de los que mejor han estudiado la patología del amor, pero no el único. De hecho, los gabinetes de psicoanalistas, psicólogos y chamanes se nutren de quienes descubren sus violencias internas a partir de lancinante fracaso sentimental. A veces también ayudan los libros: aún conservo, con sus páginas subrayadas en rojo y dolor, un ejemplar de La separación de los amantes (Siglo XXI, México), de Igor Caruso (1914-1981), un ensayo con el que intenté superar la catástrofe vivida la primera vez que me dijeron lo de “chao, pescao”. La literatura, por su parte, está repleta de personajes “locos de amor”: ahí tienen la historia inmortal de La Celestina, con sus tremendas admoniciones dirigidas a cada sucesiva generación de amantes desde hace medio milenio; aunque, si no quieren ir tan lejos, una de las representaciones literarias más recientes del amor-enfermedad la encontramos en Amor perdurable (Anagrama, 1997), de Ian McEwan.
Pero hoy, henchido de espíritu navideño, quiero hablarles de la parte buena, de la que nos anima, mediante el mentiroso y selectivo recuerdo, a volver a intentarlo una y otra vez contra toda evidencia y pronóstico. Tres correspondencias recientemente publicadas dan testimonio de la peripecia de grandes pasiones de personajes extraordinarios. Las Cartas de George Sand y Alfred de Musset (Ulises, un sello de Renacimiento) dejan muy claro algo que anuncia con lucidez Borges en el prólogo: que el amor “desea una secreta publicidad, desea misterio, simpatías y símbolos”, por eso las cartas que se cruzaron (y, al final, se reclamaron y devolvieron) la novelista y el poeta, repletas de explosiones de pasión e intransigencia, se han convertido en un espectáculo que sigue convocando a lectores para los que no (¿o quizás sí?) fueron escritas: nosotros. No dejaría nunca de escribirte (Fórcola; edición de Amelia Pérez de Villar) reúne las cartas de amor de Gabriele d’Annuzio a la condesa Elvira (“Bárbara”) Leoni —culta, elegante, abusada por su marido—, de quien cayó prendado (la historia la cuenta muy bien Lucy Hughes-Hallett en El gran depredador, Ariel, un libro que no me canso de recomendar) cuando su mujer legal estaba embarazada de su tercer hijo: sus cartas —a veces completamente idiotas de puro trivial— reflejan la fogosidad un tanto histriónica de la pasión erótica experimentada por el (entonces) joven escritor italiano; sin tener mucho que ver, no he podido evitar, durante la lectura de algún pasaje particularmente explícito, que me viniera a la cabeza aquella conversación telefónica convertida en espectáculo, y también podrida de amor, en la que el eterno príncipe de Gales manifestaba a su amada su deseo de ser un tampax (marca registrada) para estar más cerca de ella. Pero las mejores misivas de amor que he consultado se encuentran en Cartas a Vera (RBA), de Vladímir Nabokov (quien, por cierto, reflejó en Lolita otra modalidad de amor excesivo), testimonio (incompleto: Vera destruyó las suyas) de un amor largo, duradero, repleto de afinidades, de dificultades, de momentos difíciles, de chispeantes alegrías, de complicidades expatriadas, de renuncias (por parte de Vera). El amor posee, entre su abigarrada amalgama de componentes, dos de los que también hablan sendos libros recientes: deseo y perdón. Eros (Dioptrías), de la poeta Anne Carson, explora las turbulencias del primero, recurriendo al arte y la literatura; y Ya no es como antes (Anagrama), del psicoanalista Massimo Recalcati, apuesta decididamente por el perdón como instrumento del amor que se resiste a morir, el que aguanta incluso la traición y la mentira del adulterio, y para el que — muy a contracorriente de habitual— admite el volver a empezar, el recomienzo, aunque los afectados sepan que ya nada puede ser como antes. El amor reinventándose: a veces ocurre.
Jóvenes
Si hago caso a mis recuerdos, la época en que lo pasé peor como lector fue entre los 9 y los 13 años. Hacía tiempo que leía por mí mismo, pero ya no me satisfacían los libros “para niños”. Y todavía no me atrevía con los que guardaba la biblioteca de mis padres (salvo ocasionales y arriesgadas incursiones para buscar pasajes más o menos sicalípticos en Sinuhé el egipcio, de Mika Waltari, o en alguna novela pedorra de Harold Robbins). Afortunadamente, las colecciones Historias, de Bruguera, y Juvenil Cadete, de Mateu, que publicaban clásicos juveniles convenientemente editados y más o menos ilustrados, junto con los tebeos (coleccionaba Flash Gordon y El hombre enmascarado), constituyeron durante esos años ingratos la mejor parte de mi dieta espiritual. Ahora hay más posibilidades. De hecho, y según la Agencia del ISBN (cuyos datos de producción son mucho más recientes, fiables y menos cocinados que los del Comercio interior del Gremio de Editores), el segmento de libros “infantiles, juveniles y didácticos” es el único que ha experimentado un crecimiento sostenido desde 2012; con fecha 1 de diciembre de 2015, los títulos registrados en este apartado (16.482) suponen un 24,2% del total de la producción, muy por delante de la literatura para adultos. Entre los libros apropiados para esas edades que he recibido en las últimas semanas, he escogido cuatro ficciones: la Odisea adaptada y recontada por Charles Lamb (Gadir), quizás la mejor introducción a uno de los grandes hitos del imaginario literario occidental; la edición ilustrada (por Jim Kay) de Harry Potter y la piedra filosofal (Salamandra); Tania Val de Lumbre (Nórdica), de María Parr, una estupenda historia invernal, y Pedro Melenas y compañía (Impedimenta), adaptación del clásico Der Struwwelpeter, compuesto y (maravillosamente) dibujado por el médico Heinrich Hoffmann (1809-1894), y cuyo protagonista (el desmelenado Pedro) ha llegado a ser uno de los símbolos de la ciudad de Fráncfort. Para quienes prefieran libros de no-ficción, escojo el último lanzamiento de Arturo Pérez-Reverte, La guerra civil contada a los jóvenes (Alfaguara), con un texto —a veces un punto equidistante y que no satisfará a todos los padres— estupendamente ilustrado por Fernando Vicente, y —ya para una franja de edad ligeramente superior— la modélica serie La Otra H del sello Herder, en la que ya se han publicado, con formato y hechuras de mangas de bolsillo (9,95 euros), numerosas adaptaciones gráficas de clásicos de la cultura y el pensamiento como, entre otros, El origen de las especies (Darwin), El anticristo (Nietzsche), 1984 (Orwell) y las Analectas, de Confucio.
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