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Columna
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Arde París

Jacinto Antón

“¿Arde París?”, me preguntó mi hermana por teléfono sin ser consciente de que estábamos reproduciendo la conversación entre el cuartel general de Hitler en Rastenburg y el de Von Choltitz en la capital francesa el 25 de agosto de 1944. El Führer se desesperaba por saber si se estaban cumpliendo sus órdenes tajantes de devastar la ciudad antes de su liberación. Estuve tentado de dirigir el móvil hacia la calle como hizo entonces muy elocuentemente con el auricular el secretario del comandante alemán del Gran París para que su interlocutor escuchara a la multitud cantando La Marsellesaen los bulevares. Pero era muy tarde y a esa hora nadie cantaba donde yo me encontraba: a la mismísima puerta del Bataclan. Colgué pensando que, de alguna manera, París sí ardía: lo hacía con las miles de velitas colocadas frente a la martirizada sala de fiestas. Un arder muy diferente del que había planeado Hitler y del que deseaban los terroristas que perpetraron los atentados la noche del 13 de noviembre.

Viajé a París el fin de semana para asistir a la inauguración de la nueva exposición de Pedro Moreno-Meyerhoff en la Galería Claude Bernard, en la rue des Beaux Arts. De paso, quería ver cómo se encontraban mis viejos amigos de la ciudad, sacudida por el terror. Me tranquilizó ver que todos seguían bien: la blonda Dama del Unicornio ahondaba el eteno misterio de su deseo en el Museo de Cluny; La Ilusión, hermana de Ícaro continuaba su larga caída de mármol en el Rodin y el húsar Lasalle mantenía el porte altivo en el retrato de Gros en el Musée de l’Armée. Viejos amigos.

París sigue provocando sobresalto: en el Rodin, donde guardé cola ante un letrero que avisaba del altísimo riesgo de atentado antes de que me cachearan —lo que resta sensualidad al reencuentro con el escultor—; en la plaza de los Vosges, donde comí a unos metros de un pelotón de la Legión Extranjera con boinas verdes y traje de combate que custodiaba la sinagoga Liché… Aunque para impresión la de encontrarte con que en el patio de Los Inválidos se había desplegado caballería, cañones e infantería —incluido un destacamento ataviado como las tropas de Montcalm en El último mohicano— ¡para celebrar la festividad de Santa Barbara (Sainte Barbe), patrona de la artillería!, fiesta que, dado como está el ambiente en la ciudad, y más con la Cumbre del Clima, piensa uno que podrían haberse saltado.

El sábado por la noche, remonté el bulevar Voltaire desde la plaza de la República como quien remonta el Aqueronte hasta el número 50, la Zona Cero de París. El toldo del café Bataclan estaba bajado al igual que la persiana metálica de la sala. Un gran plástico blanco como una mortaja trataba de proteger la entrada de la vista de los curiosos. Éramos bastantes. Muchos colocaban velitas, flores y otras cosas en la acera donde se amontonaba una cantidad ingente de recordatorios entre un fuerte olor a descomposición vegetal y cera. Retengo un oso de peluche, un mensaje solidario del presidente de Corea, una camiseta con la efigie de Jim Morrison y una foto de Lola, 17 años. Je suis Paris. Había quien se hacía selfies con la tragedia. En el pasaje Saint-Pierre-Amelot, bajo una luz cadavérica, un tipo revivía en el móvil las terribles escenas vividas allí y otro metía el dedo en los agujeros de las balas en la pared, marcadas con tiza por la policía. Pero la mayoría permanecíamos quietos y silenciosos, atrapados en la espesa atmósfera que emanaba del Bataclan, más negra que la propia noche. Solo las pequeñas candelas encendidas te rescataban de esa oscuridad miasmática y te permitían regresar a casa. Arde París.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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