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Tom Jones, Lizz Wright y Alfredo Lagos

Tres discos, tres críticas, tres puntuaciones de los nuevos lanzamientos

EL DISCO DE LA SEMANA: Tom Jones - Long Lost Suitcase

Es un dilema compartido por artistas hoy en la tercera edad, sobre todo si no componen: ¿qué hacer? Cuando empezaron, allá por la década de los sesenta, nadie pensaba que sus carreras iban a ser tan longevas. Ahora son reliquias vivientes, presos de un cancionero dorado que, de tan manido, hasta resulta cool.

Podrían seguir repitiendo la jugada pero, si son medio listos, intentarán no resignarse a convertirse en parodias de sí mismos, en chistes para deleite de la mala gente hip. Necesitan confeccionar música para el tiempo presente: demostrar vitalidad y que intuyes por dónde sopla el viento, sin traicionar tus esencias. Pero hay que atreverse: se lo planteaban recientemente a Julio Iglesias y no picó el anzuelo.

Otros son más audaces. Johnny Cash tenía suficiente gravitas para apoderarse de lo que le pusieran por delante. Rick Rubin acertó al encajarle en sentidas canciones contemporáneas tipo Hurt, con acompañamiento respetuoso. Ojo: Rubin también se atribuyó el mérito de empujar al Hombre de Negro a desnudar piezas ancestrales, aunque ese era un ejercicio que Johnny ya practicaba en la intimidad, como se evidenció con Personal File.

Artista: Tom Jones

Disco: Long lost suitcase

Sello: Virgin/Caroline (Music as usual)

Calificación: 6 sobre 10.

Para Tom Jones, el asunto es más peliagudo. Impulsado por su hijo Mark, su actual mánager, lleva reinventándose desde 1988, cuando clavó el Kiss, de Prince, con The Art of Noise. En 1991, facturó un interesante disco dance de horrible portada, The Lead and How to Swing It. Le funcionaron mejor los duetos con chicos modernos (Reload,1999). Probó luego con Wyclef Jean (2004), Jools Holland (2006) y un combinado de productores encabezado por Future Cut (2008). En su reciente autobiografía, Tom habla de un momento transcendental cuando decidió dejar de teñirse el pelo. Y conecta ese hecho con la oferta de producirle que le hizo Ethan Johns, el hombre de Kings of Leon y Ryan Adams. El plan: recobrar su instinto interpretativo al meterle entre los instrumentistas, sin artificios. Así se hizo con un Praise & Blame (2010) y Spirit in the Room (2012). El primero tuvo que vencer la resistencia del actual capo de Island Records, indignado al encontrarse con canciones góspel en vez de la nueva Sex Bomb. Pero ambos títulos han sido bien acogidos: repertorio de primera, arreglos minimalistas para una voz de lanzallamas.

Ethans propuso una trilogía que ahora cierra Long Lost Suitcase, ilustrado con una foto pelín macarra del joven Tom (sí, nos creemos que querías ser el rocker del pueblo). Y se revela como un disco bifronte, un tanto desequilibrado. La mitad podría encajar en lo que ahora denominan Americana: aires folk y melodías country (una veta esta última que Tom Jones ha cubierto en muchos discos). Los resultados son agradables, pero excesivamente prudentes: solo Elvis Presley Blues, de Gilliam Welch, rompe precauciones con un tratamiento electrónico que hace soñar con Tom cabalgando sobre algunos de los delirios de Alan Vega. El vozarrón aparece en Factory Girl, que Tom interpreta sin rastros del cinismo de su autor, Mick Jagger —“a ver, Keith, vamos a imaginar que me enamoro de una chica que trabaja en una fábrica”—.

El resto son piezas de soul y blues que Tom podría haber registrado en la segunda mitad de los años sesenta… si no se hubiera lanzado de cabeza por la salida marcada “artista de variedades” de la mano de aquel sátiro llamado Gordon Mills. Funciona, aunque Ethan debería haber implicado a más gente en el proceso. Y hasta aparecen fantasmas: en momentos de Everybody Loves a Train y I Wish You Would, nuestro galés favorito suena casi como… Jim Morrison. Así que Long Lost Suitcase es un ejercicio de libertad que no llega a adquirir coherencia. Hacia el final, en el Tomorrow Night de Lonnie Johnson, otro escalofrío: parece un descarte del Elvis más relajado, a altas horas de la noche, recordando “viejas canciones de negros, como aquéllas que grabábamos con Sam Phillips”. Supongo que, con 75 años, Tom sabe que conviene empezar a tratar con los muertos. Diego A. Manrique

Lizz Wright - Freedom & Surrender

La cuestión no es si Lizz Wright canta jazz, o pop, o ni una cosa ni la otra. A estas alturas de partido, al aficionado, lo que el importa es que no le den gato por liebre, y el resto, como si se operan. La pregunta, digo, es otra; básicamente, la que deben hacerse los productores envueltos en sudor cada vez que Lizz Wright entra en un estudio de grabación: ¿qué hacer con un vozarrón capaz de derribar por sí solo las murallas de Jericó, Ávila y Villalpando, provincia de Zamora, juntas y puestas en fila?. Y es que hace falta valor y conocimientos sobre la materia para manejar un pura sangre cual L. Wright. Larry Klein tiene ambas cosas. Acostumbrado a lidiar con cantoras de toda especie y condición (con algunas, incluso, se ha casado), el multiinstrumentista y reconocido productor se las vio venir con la susodicha; con ella, y con sus canciones, que la chica trabajó lo suyo antes de decidirse a grabar éste Freedom & Surrender (algo así como Libertad y entrega). Al final, el hombre hace lo que puede con una materia prima de calidad dudosa, fruto de la difícilmente explicable aversión de las divas de la modernidad al standard (Cécile McLorin Salvant sería la excepción); esa manía que tienen las susodichas de contarnos su vida.

Artista: Lizz Wright

Disco: Freedom & Surrender

Sello: Concord / Universal

Calificación: 4 sobre 10.

Con esto que 11 de los 14 números que componen el disco son obra de su autora. De las que no lo son, uno se queda con la conmovedora interpretación de To love somebody, que Barry y Robin Gibb escribieran para Otis Redding, y que éste nunca interpretó; en el bando opuesto, la versión de la melancólica y depresiva River Man, de Nick Drake; para algún cibernauta, “la canción más hermosa jamás escrita”. Escuchar una tras otra ambas versiones, la de Drake y la de Lizz Wright, resulta demoledor. Uno puede pensar en el tipo de canciones que no le cuadran a la cantante: River Man, sin duda, estaría entre ellas.

Falta la tercera versión: Freedom, de la ahijada de Pete Seeger y conocida activista a favor del reconocimiento de los derechos del colectivo lesbiano, Toshi Reagon, que abre el disco con sus aires de soft soul y su final previsible... el resto, como digo, es obra de la cantante y su equipo de colaboradores: The Game (bonita e insustancial); The New Game (con un cierto aire a los Steely Dan de su segunda época); Somewhere Down the Mystic - Real life painting (el interludio espiritual-psicodélico que no falta en ningún disco de Wright); las encomiables You Funk y Blessed the Brave, en clave funk y góspel, respectivamente; o la final Surrender: una bonita canción de amor que no pretende ser otra cosa. El esperado dúo con Gregory Porter en Right Where You Are se resuelve como suelen resolverse éstas cosas, más aún cuando el uno está en París y la otra en Los Ángeles, California. El tipo de canción convencional hasta la nausea que uno ha oído antes de oírla: si el jazz es “el sonido de la sorpresa” esto, definitivamente, es otra cosa.

Con sus cosas buenas, Freedom & Surrender termina naufragando en la ausencia de un rumbo definido; cuestión de repertorio. Es así que la protagonista del disco se busca entre un ramillete de canciones demasiado parecidas entre sí, ninguna de las cuales está a la altura de su instrumento poderoso. Muy poco para quien nos ha regalado algunos de los mejores discos del ¿jazz? cantado de las últimas décadas. Al fin y al cabo, todas las cantantes de jazz de la historia tienen un disco que el aficionado procura olvidar por piedad y porque, a qué negarlo, un día malo lo tiene cualquiera. Chema García Martínez

Alfredo Lagos - Punto de fuga

En un escenario tan apasionante como el de la guitarra flamenca de concierto, en el que se suceden retadoras entregas discográficas que casi nunca dejan indiferente, podría sorprender la tardanza en llegar del primer disco de este guitarrista jerezano. Sobre todo porque él ya estaba en la escena y más que bien acreditado. Sus composiciones para el baile (Israel Galván, principalmente) y sus trabajos de acompañamiento al cante (de Enrique Morente a José Mercé) le avalan y prestigian de manera sobrada. Pero se ha tomado su tiempo para publicar, un hecho que quizás tenga que ver con su carácter, tan templado como a veces lo es su toque. El tiempo transcurrido se da por bueno en tanto otorga a la grabación la madurez alcanzada en estos años por el artista, que expone su música con singular elegancia, serenidad y un consolidado dominio técnico. Lagos parte de un punto clásico, pero es heredero directo de las innovaciones armónicas y nuevas afinaciones de sus inmediatos predecesores, que se encuentran ya asentadas como una parte de su discurso. Quizás por ello, la dialéctica tradición/modernidad se resuelve en él con una admirable naturalidad.

Artista: Alfredo Lagos

Disco: Punto de Fuga

Sello: Universal

Calificación: 8 sobre 10.

El primer corte de la grabación, al que denomina ronde-caña y dedica al Maestro Riqueni, se presenta con una vestidura añeja, que emula el sonido de la pizarra y resulta apropiada para los trémolos iniciales que evocan a Ramón Montoya. Pero, de inmediato, surgirá la creación propia. Libertad para volar y capacidad para trazar el vuelo sin que se pierdan los aromas originales. Como en la soleá por bulería (All Free), en la que tras exponer los argumentos tradicionales se lanza a la exploración con redonda solvencia. O en la taranta (Romía), plena de emoción y lirismo, con una dramática jondura que llega envuelta en una apabullante solidez formal. Ejemplo, como en otros casos, de la forma en que los recursos guitarrísticos propios de un estilo tan técnico sirven para alimentar una exquisita musicalidad.

Los fandangos, con el cante de Guadiana, huelen más a tierra y los tanguillos (Piñata) son tan alegres como modernos. Lo mismo que las vivísimas bulerías de trenzadas falsetas que, además, llevan el aire de Jerez. También hay unos tangos con una afinación que no oculta su poderoso vigor rítmico. Los dos cortes finales rompen con el esquema anterior. Estrella Morente canta la hermosa composición de Piazzola Los pájaros perdidos. La guitarra acompaña los versos de Mario Trejo con la misma suavidad con que lo hace el piano de Rosa Torres Pardo. Un corte que supone apenas un respiro, una dulce concesión a la sentimentalidad antes del original tema de cierre, Escrito en el agua. En él conviven en perfecta armonía el toque, el recitado grave de Diego Carrasco y la toná que interpreta David Lagos. Fermín Lobatón

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