El hombre que supo parar
Bill Withers abandonó la música en 1985: ni actúa ni lanza nuevos discos
Aleluya: 2015 está siendo un buen año para ese jubilado llamado Bill Withers. En abril, ingresó en el Rock and Roll Hall of Fame (un honor paradójico, cierto, pero no hay nada equivalente para la música soul). En octubre, se recreó en Nueva York su memorable doble LP, Live at the Carnegie Hall…pero las canciones fueron interpretadas por Dr. John, Aloe Blacc, Gregory Porter o Valerie Simpson.
Ya saben que Bill Withers abandonó la música como profesión en 1985. Ni actúa ni lanza discos. Un caso insólito: prácticamente, no hay artista triunfador que se retire cuando se halla en pleno uso de sus facultades. Además, Withers era casi único en su estilo: un cantautor de guitarra acústica que cabalgaba sobre el funk suave de su banda…aunque urge reconocer que en sus últimos discos se reblandeció con las asépticas producciones smooth típicas de los estudios de Los Ángeles (y no me hagan hablar del Just the two of us, aquel empalagoso dueto con Grover Washington, Jr.).
En los inicios, sin embargo, Withers no solo rompía esquemas estéticos. No era frecuente fichar a un treintañero que había pasado casi una década en la Marina y que ejercía de mecánico en una fábrica de McDonnell Douglas, el gigante de la aviación, mientras grababa su primer elepé con Booker T. Jones. De hecho, no hubo artificio en la portada de ese disco: le presenta en ropa de trabajo y con la fiambrera donde llevaba la comida.
Tenía su orgullo y rompió con el negocio. Con su mujer, Marcia Withers, han gestionado estrechamente su catálogo editorial, una mina de oro que les permite ser selectivos
Tenía orígenes humildes –un pueblo minero de West Virginia- y un tartamudeo que le costó superar. Pero confesaba su debilidad en cuestiones amorosas (Ain’t no sunshine, Use me) a la vez que celebraba la amistad (Lean on me) o evocaba a su abuela (Grandma’s hands), algo no precisamente habitual en el mundo de la canción popular. Su sencillez, su autenticidad le ganaban simpatías entre la aristocracia de la cultura negra: compartía mesa y mantel con Muhammad Ali en el famoso Rumble in the Jungle, su encuentro con George Foreman en el Zaire.
Sin embargo, Withers no fue feliz en su carrera. Desconfiado, evitó dejar las riendas profesionales a un manager. Sin ese parachoques, aguantó malamente los usos y costumbres de las discográficas. Debutó en Sussex Records, una compañía modesta con buenos oídos –también descubrió a Sixto Rodríguez- y mala gestión económica, por decirlo piadosamente. Pasó a la principal multinacional, Columbia, históricamente poco flexible con los artistas negros: allí sólo tuvo un gran éxito, Lovely day, y recuerda como humillación la sugerencia/orden de que versionara el In the ghetto, de Elvis Presley; era un proletario pero nunca había vivido en un gueto.
Tenía su orgullo y rompió con el negocio. Con su mujer, Marcia Withers, han gestionado estrechamente su catálogo editorial, una mina de oro que les permite ser selectivos (vetan el uso de sus canciones en películas violentas). También compra propiedades inmobiliarias, que a veces él mismo rehabilita. Es decir, no ha sentido la necesidad económica de volver al circo, a pesar de que le persiguen productores como Questlove (“Él es nuestro Bruce Springsteen”, asegura el hombre de The Roots). Existe un emotivo documental, Still Bill, que le muestra grabando –a su hija, al hispano Raúl Midón- en el estudio de su mansión de Hollywood Hills. Allí no cuenta un incidente habitual que le atormenta: le suele parar la policía, que desconfía al ver a un negro de pelo blanco en un barrio de ricos.
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